Nápoles, 6 (18) de diciembre de 1847.
Sheviriév me escribe que en mi carta había algo aflictivo para usted, de modo que él incluso no quería mostrársela, temiendo deprimirlo con ésta. ¿Es verdad eso acaso, amable amigo mío? Pero si nos prometimos escribirnos el uno al otro todos los sentimientos y las sensaciones como son, sin ocultar nada, aunque en éstos hubiera disgusto para nosotros. Si en mi carta se encontró algo ofensivo y mordaz, pues eso no es nada malo. Eso son nuevas sustancias inflamables que se depositan en la hoguera de la amistad, que sin eso llamearía de modo vago y lánguido, lo que sucede casi siempre si los amigos viven lejos el uno del otro. Razone usted mismo, ¿qué clase de salsa sería, si no se le echa una cebolla, vinagre y hasta un mismo pimiento?, saldría una sopa aguada.
En mi carta le dije la pura verdad: yo lo quise, exactamente, mucho menos de lo que usted me quiso. Yo siempre estuve en condición (en cuanto me parece) de querer a todos en general, porque no era capaz de abrigar odio por nadie. Pero querer a alguien en particular, con preferencia, yo sólo podía por interés. Si alguien me brindaba un provecho sustancial, y a través de éste se enriquecía mi cabeza; si éste me empujaba a nuevas observaciones sobre él mismo, sobre su alma personal o sobre otras personas; en una palabra, si a través de éste, de algún modo, se desplegaban mis conocimientos, yo ya quería a esa persona, aunque fuera menos digna de amor que otra, aunque me quisiera menos. ¿Qué hacer pues?, usted ve, qué clase de creación es el hombre, éste siempre pone ante todo su interés personal. Porque a saber, acaso yo lo querría incomparablemente más, si usted hiciera algo en particular para mi cabeza, supongamos, siquiera, escribir unos apuntes sobre su vida, que me recordaran qué personas no debo dejar pasar en mi creación, y qué rasgos del carácter ruso no dejar morir en la memoria popular. Pero usted, en este género, no hizo nada para mí. ¿Qué hacer pues, si yo no lo quise así, como debía quererlo? ¿Quién pues de nosotros tiene poder sobre sí mismo?, ¿y quién sabe forzarse sea lo que sea? Me parece que yo ahora, de todas formas, lo quiero más que antes, pero eso es sólo, porque mi amor hacia todos aumentó en general, éste debía aumentar porque es amor en Cristo. Así estoy seguro. Pero, en realidad, acaso esto es una mentira, y yo no sé ni un poco querer mejor que antes. Los poetas, a veces, mienten de forma inocente, engañándose a sí mismos. Nacidos para entender mucho, para alcanzar con el pensamiento la belleza de los sentimientos y los elevados fenómenos del alma humana, piensan a menudo que ya reúnen en sí mismos eso, que sólo un poco pueden apreciar, y exponer con cierta viveza a los ojos de otros, y se honran con el bien ajeno, como con el suyo propio. Escríbame algo. Su carta me hallará aún en Nápoles. Por favor, no repare en si alguna mordacidad se salta de la pluma. ¡Qué provecho hay en una sopa aguada!
Imagen: Edward Moran, Shipping Off Governor's Island, 1870.
En mi carta le dije la pura verdad: yo lo quise, exactamente, mucho menos de lo que usted me quiso. Yo siempre estuve en condición (en cuanto me parece) de querer a todos en general, porque no era capaz de abrigar odio por nadie. Pero querer a alguien en particular, con preferencia, yo sólo podía por interés. Si alguien me brindaba un provecho sustancial, y a través de éste se enriquecía mi cabeza; si éste me empujaba a nuevas observaciones sobre él mismo, sobre su alma personal o sobre otras personas; en una palabra, si a través de éste, de algún modo, se desplegaban mis conocimientos, yo ya quería a esa persona, aunque fuera menos digna de amor que otra, aunque me quisiera menos. ¿Qué hacer pues?, usted ve, qué clase de creación es el hombre, éste siempre pone ante todo su interés personal. Porque a saber, acaso yo lo querría incomparablemente más, si usted hiciera algo en particular para mi cabeza, supongamos, siquiera, escribir unos apuntes sobre su vida, que me recordaran qué personas no debo dejar pasar en mi creación, y qué rasgos del carácter ruso no dejar morir en la memoria popular. Pero usted, en este género, no hizo nada para mí. ¿Qué hacer pues, si yo no lo quise así, como debía quererlo? ¿Quién pues de nosotros tiene poder sobre sí mismo?, ¿y quién sabe forzarse sea lo que sea? Me parece que yo ahora, de todas formas, lo quiero más que antes, pero eso es sólo, porque mi amor hacia todos aumentó en general, éste debía aumentar porque es amor en Cristo. Así estoy seguro. Pero, en realidad, acaso esto es una mentira, y yo no sé ni un poco querer mejor que antes. Los poetas, a veces, mienten de forma inocente, engañándose a sí mismos. Nacidos para entender mucho, para alcanzar con el pensamiento la belleza de los sentimientos y los elevados fenómenos del alma humana, piensan a menudo que ya reúnen en sí mismos eso, que sólo un poco pueden apreciar, y exponer con cierta viveza a los ojos de otros, y se honran con el bien ajeno, como con el suyo propio. Escríbame algo. Su carta me hallará aún en Nápoles. Por favor, no repare en si alguna mordacidad se salta de la pluma. ¡Qué provecho hay en una sopa aguada!
Todo suyo, G.
Imagen: Edward Moran, Shipping Off Governor's Island, 1870.