domingo, 8 de junio de 2008

S.T. Aksákov a Gógol


Moscú, 9 de diciembre de 1846.

Hace tiempo, hace mucho tiempo que necesitaba escribirle. Hace tiempo que mi alma ansiaba desahogarse con su alma, pero desde febrero del año pasado sufro atrozmente, y sólo tengo descanso en el verano, como para reponer las fuerzas: desde el 1º de octubre hasta la fecha actual de diciembre sufro de modo constante. Pero el obstáculo principal no estaba en eso: en cada distensión de la enfermedad yo pensaba y pienso en usted, y a menudo le hablo mentalmente; así, sólo bastaba poner estas ideas en el papel, y eso es lo que hasta ahora me detenía. Yo quiero hablarle con tal profunda franqueza, que sólo mi voz o mi mano tienen derecho a pronunciar o escribir esas palabras, ¡pero a la fuerza puedo firmar mi nombre! La necesidad me obliga a utilizar la mano de Konstantín1, de una persona que lo quiere y le es fiel sin límites, al parecer, usted no debe ofenderse por eso.
Ya hace tiempo que empezó a no gustarme su tendencia religiosa. No porque, siendo un mal cristiano, la entendiera mal y temiera por eso, sino porque la manifestación de su humildad cristiana me parecía una manifestación de su orgullo espiritual. Muchos lugares de sus cartas a mí me turbaban, pero estaban rodeados de tal hálito poético, de tal franqueza de sentimiento, que no me atrevía a entregarme, no me atrevía a creer en mi voz interior, que los condenaba, e intentaba reinterpretar mi impresión desagradable de una forma favorable a usted. Yo estaba incluso aficionado, cegado con usted, y recuerdo que una vez le escribí una carta ardiente, lamentando de modo verdadero que yo mismo, como cristiano, estaba infinitamente lejos de lo que podría ser2.
Mientras tanto, su nueva tendencia se desarrolló y creció. Mis temores resurgieron con mayor fuerza. Cada carta suya los confirmaba. En lugar de las efusiones pasadas, amistosas, cálidas, empezaron a aparecer los sermones de un predicador, misteriosos, a veces proféticos, siempre fríos y, lo peor de todo, llenos de un orgullo disfrazado de humildad. Yo podría probar mis palabras con muchos extractos de sus cartas, pero lo considero una labor superflua y demasiado penosa para mí. Pronto nos envió, con la carta más enigmática, la lectura reconfortante de Tomás de Kempis
3 con una minuciosa receta: cómo y cuándo y cuánto emplearla, prometiéndonos una indudable transformación de nuestra vida espiritual... Mis temores se convirtieron en miedo, y le escribí una carta bastante ruda y sincera. Por ese tiempo, empezó a ocurrirme una desgracia terrible: perdí la vista de un ojo de modo irreversible, y empecé a sentir debilidad en el otro. La desolación se apoderó de mí. Desahogué mi pesar en su alma, y recibí como respuesta unas pocas líneas secas y frías, capaces no de conmover, no de regocijar el sufrido corazón de un amigo, sino de perturbarlo. Después de eso, usted mismo estuvo largo tiempo enfermo, y pronto, tras su lenta recuperación, empezaron mis torturantes sufrimientos, que continúan aún. No había muchos objetos que despertaran mi interés espiritual, pero usted era uno de los primeros. Su salud corporal, por lo visto, se restableció, y la actividad se reanudó, ¡pero qué actividad! Cada acción suya era para mí un golpe, y cada uno más fuerte que el otro.
Su artículo, publicado en Las noticias moscovitas, sobre la traducción de La Odisea, incluyendo en sí muchas cosas hermosas, mostraba, al mismo tiempo, su visión imperdonablemente errónea del efecto que le predice a ésta con presunción, de modo dogmático4. Sus elogios a la traducción sobrepasaron no sólo la medida, sino y la propia posibilidad de la dignidad de ese trabajo. Unos veían en eso una afición poética, otros la pasión de la amistad, pero yo lo conocía a usted bien: la claridad y la profundidad de la visión, y la justeza del juicio, incluso en objetos que le son poco conocidos, eran cualidades distintivas suyas, y yo, entre los elogios y las exclamaciones de sus amigos y admiradores, callaba con tristeza y, añorando, pensaba en el futuro. Su prólogo a la segunda edición de Las almas muertas5 me sorprendió de modo más profundo, y cuando Sheviriév6 me lo leyó, pues mis gemidos por los tormentos físicos se tornaron en gemidos espirituales, y entonces le propuse no publicar su aclaración a los lectores. En pocas palabras, le diré la conclusión que extraerá de éste el simple hombre ruso con su sano juicio: "¡Qué diablos -dirá él-, el mismo cuentista confiesa que conoce mal Rusia y, para evitar los yerros en el segundo tomo de su obra, vive casi cinco años en el extranjero y, por lo visto, aún quiere quedarse allá, pues nos ruega advertir sus yerros, describir nuestros hábitos, costumbres y, en general, todo el modo de vida ruso, y enviarle todo eso a través de sus corresponsales petersburgueses y moscovitas! Él, por lo visto quiere, viviendo en tierra extraña y olvidando día tras día lo que sabía de la santa Rusia, ¡prender las brazas con unas manos ajenas!" Acaso es necesario decir qué dirán las personas, que entienden cuán falsa es la idea de que, mediante las inertes descripciones de los hechos y las anécdotas mundanas, se puede concebir la vida y el espíritu de este inmensísimo y diversísimo país, y del gran pueblo que vive en éste. Después de eso, corrieron oscuros rumores de que en Petersburgo se imprimía todo un libro7 de sus obras, que incluía su correspondencia con los amigos, compuesta de prédicas y profecías, su reconocimiento de que todo lo escrito por usted hasta ahora era ínfimo e indigno de atención, su declaración de que había quemado la continuación de Las almas muertas y se dirigía a Jerusalén y, finalmente, su Testamento, de que no pusiera ningún monumento en su tumba8. Sin saber hasta qué grado eran justos esos rumores, por lo menos, ya no yo sólo, sino muchos de esos, para quienes son preciosos usted y su gran talento, llegamos a un horror indescriptible. Sus enemigos festejaban, y ya Brambeus anunciaba de modo solemne y por escrito, que el nuevo Homero había caído en el misticismo9. Pronto, recibimos unas pruebas tras las que, en mi opinión, había que creerlo todo: recibimos para imprimir el Prolegómeno a la cuarta edición de El inspector10 a favor de los pobres, y su nuevo Desenlace11.
Amigo mío, ¿dónde está pues esa humildad cristiana, que ordena hacer el bien de modo tal, que la siniestra no vea lo que trama la diestra? Usted ante todo el pueblo, a oídas de toda Rusia, arma su sociedad benéfica, designa por su nombre a los miembros de ésta, y les prescribe minuciosamente una forma de actuar de ejecución imposible, no conforme con nada hasta el último extremo12. ¿Cómo pudo pensar que las personas designadas por usted, en particular las mujeres, podían ser tan inescrupulosas, tan inmodestas, que convendrían con aceptar las obligaciones de beneficencia públicas, que usted les impone?.. Por supuesto, que nadie convendría, y su Prolegómeno se destruye por sí mismo. Pero, ¿dónde está pues su clara y sana visión pasada de la publicidad, de la notoriedad en la obra de beneficiencia? ¿Hace tanto acaso, que usted mismo nos encomendó esas obras a Sheviriév y a mí, bajo la condición de estricto secreto13? Ese secreto no lo conocen, incluso, nuestras propias familias.
Finalmente, me refiero a su última acción, al nuevo desenlace de El inspector. No hablo, de que ahí no hay ningún desenlace, y además, no hay necesidad de éste, pero, ¿pensó acaso, de qué forma Schépkin14, al darse al beneficio de El inspector, se corona a sí mismo con cierta aureola, otorgada por los actores? Usted olvidó toda modestia humana. Olvidó, ya no sabe cómo tomaría todo eso el público culto ruso. Olvidó que no somos franceses, dispuestos a extasiarnos con insensatez ante cualquier ceremonia efectista. Pero es poco eso, dígame, por Dios, con la mano puesta en el corazón: ¿es posible que su explicación de El inspector sea sincera? ¿Es posible que usted mismo, asustado con las interpretaciones absurdas de los ignorantes y los imbéciles, contribuya sacrílegamente a la tergiversación de sus vivas creaciones artísticas, llamándolas personajes alegóricos? ¿Es posible que no vea, que la alegoría de la ciudad interna no le va a éste, como el vinagre al aceite, que llamar a Jlestakóv15 verguenza laica no tiene sentido, ya que tomar a Jlestakóv por el inspector es una casualidad?
Alguna vez me acusó de franqueza incompleta, exigía la verdad implacable, aquí está. Si mis expresiones son rudas pues usted, conociéndome, no debe ofenderse con éstas; pero cuídese de pensar que esto es un acceso de mi ardiente, apasionada, como la llama usted, natura, se equivocaría totalmente. Desde hace cinco años mi alma se llena de estos sentimientos y convicciones y, finalmente, rebasó la medida. Enójese conmigo, príveme de su amistad, pero recuerde la verdad que le he dicho.

1Konstantín Aksákov, hijo de Serguéi Aksákov, poeta, crítico, dramaturgo, líder del movimiento eslavófilo, colaborador de la revista El Moscovita.
2Evidentemente, se trata de la carta del 17 de abril de 1844.
3Tomás de Kempis (1379-1471), monje y místico católico, supuesto autor de la Imitación de Cristo, por naturaleza un recluso y asceta.
4Sobre La Odisea traducida por Zhukóvskii, artículo de Gógol publicado por primera vez en la revista El contemporáneo (1846, No. 7). Serguéi Aksákov le escribe a su hijo Iván Aksákov sobre el artículo: "Por lo demás, yo no creo en esa virtud de la traducción, y menos aun en ese efecto de Odiseo sobre todos" (LN, t. 58, p. 683-684).
5Las almas muertas, novela de Nikolai Gógol sobre un personaje misterioso, que compra a los señores feudales los títulos de posesión de los siervos difuntos, para evitarles el pago de sus impuestos.
6Stepán Sheviriév, poeta, crítico, traductor, editor, fundador de la revista El Heraldo de Moscú, profesor de literatura rusa en la Universidad de Moscú.
7Serguéi Aksákov recibe la noticia de la publicación de los Pasajes selectos... de parte de E.A. Svierbéeva, esposa de D.N. Svierbéev, diplomático y literato.
8En El Testamento, capítulo de Los Pasajes selectos...
9Se refiere al ataque que hace Ósip Sienkóvskii en su examen del poema de Alexánder Biedárevi (BbCh, 1846, t. 78, Literaturnaya letopis, p. 17-18).
10El Inspector, comedia de Nikolai Gógol sobre un funcionario capitalino que se hace pasar por un inspector general del gobierno y se aprovecha de las prebendas.
11Gógol piensa hacer en 1846 dos ediciones (la cuarta y la quinta) y una puesta de El inspector a beneficio de los pobres. Con motivo de esto, escribe el Prólogo y el Desenlace de El inspector, que reflejan por sí mismos el estado de ánimo del escritor.
12Gógol, en su Prólogo, pide a los lectores de la nueva edición de El Inspector, reunir datos sobre las personas más necesitadas, para ofrecerles ayuda con los medios obtenidos por la venta del libro. Entre las personas que, a petición del escritor, deberían encargarse de repartir esa ayuda en Moscú y en San Petersburgo, es nombrada Viéra Aksákova, hija de Serguéi Aksákov.
13Gógol piensa repartir parte de los medios obtenidos por la venta de sus Obras (edición de 1842) a los estudiantes virtuosos necesitados de las universidades de Moscú y de San Petersburgo.
14Mijaíl Schépkin, actor célebre, reformador de la escena, lector público de las obras de Gógol, amigo de Vissarión Bielínskii y Alexánder Guiértzen, entre otros.
15Iván Jlestakóv, funcionario de San Petersburgo, falso inspector general, personaje de El Inspector.

Imagen: Moscú.