jueves, 19 de junio de 2008

Gógol a S.T. Aksákov


Nápoles, 22 de febrero (6 de marzo) de 1847.

Le agradezco, mi buen y generoso amigo, por sus reproches, éstos me sacudieron, pero me sacudieron para bien. Agradézcale asimismo al buen Dmítrii Nikoláevich Svierbéev1, y dígale que yo siempre aprecio las observaciones de un hombre inteligente, expresadas con franqueza. Él tiene razón, en que se dirigió a usted y no a mí: en su carta hay, precisamente, cierta rudeza que sería indecorosa en las explicaciones con un hombre, no muy de cerca conocido. Pero con esa misma carta a usted, él se abrió ahora el camino para expresarme con semejante franqueza a mí mismo, todo eso que le expresó a usted. Agradézcale asimismo a su gentil esposa por su esquela2. Dígales a ellos, que muchas de sus palabras fueron tomadas en consideración, y me obligaron, una vez más, a mirarme a mí mismo con más severidad. Estamos ya tan extrañamente dispuestos, que no podremos ver nada en nosotros mismos, hasta que otros no nos conduzcan a eso. Sólo observaré, que una circunstancia no fue tomada por ellos en consideración, la cual, acaso, les mostraría la cosa de otra forma, y precisamente: que el hombre, que con semejante avidez busca oírlo todo de sí, capta así todos los juicios y sabe así apreciar las observaciones de los hombres inteligentes, incluso entonces, cuando éstas son rudas y severas, ese hombre no puede hallarse en la autoceguera total y absoluta.
Y a usted, amigo mío, le haré un pequeño reproche. No se enoje. El pacto fue aceptar mutuamente, sin enojarse, los reproches de cada uno. Acaso confió usted ya demasiado en su mente, y en la infalibilidad de sus conclusiones. Hacer una observación, eso es otro asunto, eso tiene derecho a hacerlo todo hombre inteligente e, incluso, todo hombre simplemente. Pero extraer de sus observaciones una conclusión sobre todo el hombre, eso es ya una especie de presunción. Eso significa reconocer que su mente se ha elevado a una altura, desde donde puede contemplar el objeto por todos sus lados.
Bueno qué, si le cuento el siguiente relato: un cocinero se ofreció para convidar con un buen e, incluso, inusitado almuerzo a unos hombres que nunca estaban en la cocina, aunque comían unos almuerzos bastante sabrosos. El cocinero se ofreció solo, a él nadie le encargó el almuerzo. Sólo dijo de antemano, que su almuerzo sería preparado de otra forma, y que por eso necesitaría más tiempo. ¿Qué debían hacer esos, a los que se les prometió el convite? Debían callar y esperar con paciencia. No darle a gritar: "¡Sírveme el almuerzo!" El cocinero dice: "Eso es físicamente imposible, porque mi almuerzo no se prepara, en absoluto, como los otros almuerzos, para eso hay que levantar tal tráfago en la cocina, que ustedes no se pueden imaginar". A él en respuesta: "¡Mientes, hermano!" El cocinero ve que no hay nada que hacer, decide finalmente llevar a la misma visita a la cocina, intentando, cuanto era posible, colocar las cazuelas y todo el equipo de cocina de modo tal, que por éste pudieran extraer, siquiera, alguna conclusión sobre el almuerzo. Los visitantes vieron un montón de cazuelas extrañas e inusitadas y, finalmente, tales utensilios, -sobre los que no se podría ni pensar, que fueran necesarios para la preparación del almuerzo-, que las cabezas les dieron vueltas. Bueno ¿qué, si en este relato hay una pequeña partícula de verdad?
¡Amigo mío! Usted ve, que el asunto por ahora está aún oscuro. Bien hace aquél, que me provee de todas las observaciones, lo lleva todo a mis oídos, me reprocha e inclina a los otros a reprocharme. Pero que, al mismo tiempo, no se perturba conmigo y, en lugar de eso, reza en su alma en silencio, para que Dios me salve de todas las seducciones y autocegueras, que pierden el alma de un hombre. Eso es lo mejor que éste puede hacer por mí y, ciertamente, Dios, por esas puras y ardientes plegarias, cuya esencia es la mejor bendición que puede dar un hermano a su hermano en la tierra, salvará mi alma incluso entonces si, por lo visto de modo irreversible, se adueñaran de ésta todo tipo de seducciones. Pero por ahora, adiós. Trasmítame todas las opiniones y los juicios donde quiera los oiga, los propios y los ajenos. Las primeras, segundas, terceras y cuartas impresiones. Una reverencia de alma a la buena Olga Semiónovna3 y a todos los suyos.

Todo suyo, G.

En cuanto a Pogódin4 hay también malentendidos pero él, probablemente, ya se explicó con usted sobre eso, porque yo le escribí con detalle hace tres días, o sea el 4 de marzo. A Sheviriév5 le fue enviada asimismo una carta el 4 de marzo. Con ésta una esquela a Nadiézhda Nikoláevna Sheremétieva6.

1Dmítrii Svierbéev, diplomático, literato, pariente del poeta Nikolai Yazíkov.
2La carta de Ekaterina Svierbéeva (de nacimiento Scherbátova, esposa de Svierbéev) a Gógol del 20 de enero de 1847 (ver Shenrok, t. 4, p. 524-525).
3Olga Semiónovna Aksákova (de nacimiento Zaplátina), esposa de Serguéi Aksákov.
4Mijaíl Pogódin, profesor de la Universidad de Moscú, académico, historiador, dramaturgo, editor de las revistas El Heraldo de Moscú y El Moscovita.
5Stepán Sheviriév, poeta, crítico, traductor, editor, fundador de la revista El Heraldo de Moscú, profesor de literatura rusa en la Universidad de Moscú.
6Nadiézhda Nikoláevna Sheremétieva (de nacimiento Tiútcheva), conocida de Gógol, tía del poeta Fiódor Tiútchev.

Imagen: Oswald Achenbach, San Pietro in Vincoli in Rom, 1883.