...De paso por París en 1846, me enteré por casualidad de la llegada de Nikolai Vasílievich, que se alojaba, junto a la familia del conde Tolstói (posteriormente, procurador general del Sínodo1), en un hotel de la calle De la Paix. Al otro día mismo me dirigí a su encuentro, pero lo hallé ya vestido y dispuesto por completo a una salida, por algún asunto. Alcanzamos a intercambiar sólo unas cuantas palabras. Gógol había envejecido, pero había adquirido una belleza de tipo peculiar, que no se puede definir de otro modo, que como la belleza del hombre pensante. Su rostro se había vuelto pálido, sumido; la labor del pensamiento, profunda y fatigosa, le había impuesto el sello diáfano de la debilidad y el cansancio, pero su expresión general me parecía como que más lúcida y serena que la anterior. Era el rostro de un filósofo. Éste estaba acentuado, como antes, por sus cabellos largos, tupidos hasta los hombros, en cuyo marco los ojos de Gógol no sólo no perdían su brillo, sino que, me parecía, se llenaban aún más de fuego y expresión. Nikolai Vasílievich pasó con rapidez por todas las expresiones comunes de júbilo, inevitables en un encuentro, y al instante se puso a hablar de sus asuntos petersburgueses. Es sabido que, tras la edición de sus obras, Gógol se quejaba de una confusión en los cálculos del dinero que, sin embargo, no hubo en absoluto: Nikolai Vasílievich sólo había olvidado ciertas disposiciones suyas. Por entonces, ya todo se había explicado, pero Nikolai Vasílievich no deseaba parecer culpable, y hablaba aún, con fingido disgusto, de las molestias que le habían acarreado todos esos cálculos. Después, me informó que en unos dos-tres días se marchaba a Ostende, a tomar baños, y que por ahora me invitaba al Jardín de las Tullerías, que le hacía camino. Nos dirigimos. Por el camino me preguntó con detalle, si no habían nuevos talentos escénicos, nuevos genios literarios, de que género y propiedad eran, y agregó que ahora despertaban su curiosidad sólo los nuevos talentos: “los viejos ya lo dijeron todo, y aún dicen”. Estaba muy serio, hablaba en voz baja, con medida, como si estuviera poco dedicado a su conversación. Al separarnos, me asignó una noche en que estaría en casa, cumpliendo mi deseo de verlo una vez más, antes de su partida a Ostende.
Esa noche, sin embargo, no fue del todo afortunada. Yo encontré a Gógol en una gran sociedad, en la sala de la familia a quien acompañaba. Nikolai Vasílievich estaba sentado en un diván, y no tenía ninguna participación en la conversación, que pronto se entabló a su alrededor. Ya al final de la plática, cuando se habló sobre la diferencia de las enseñanzas, que se obtenían con la observación de dos pueblos diferentes, el inglés y el francés, y cuando las voces se dividieron a favor de uno u otro de esos pueblos, Gógol terminó la discusión levantándose del diván, y diciendo en un tono alargado y tendido: “Yo les voy a informar una noticia agradable, que recibí por el correo”. Tras esto fue a la otra habitación y regresó al instante, con un cuaderno escrito en sus manos. Tras sentarse en el diván de nuevo y arrimarse la lámpara, leyó con solemnidad, acentuando fuertemente las palabras y tratando de marcar en todas partes, donde fuera posible, la letra o, un nuevo Discurso de un conocido tribuno clerical nuestro. El Discurso, en realidad, no estaba mal, aunque no respondía por completo al debate surgido, y no lo resolvía en absoluto. Al finalizar la lectura, se hizo un silencio general, nadie podía reanudar ni, incluso, retomar el hilo de la interrumpida conversación. El mismo Gógol se ensimismó en su anterior observación impasible, yo pronto me levante y me despedí de él. Al otro día se iba a Ostende.
Todo esto fue en primavera, cuando se abren al turista todos los caminos a todos los confines de Europa. Siguiendo el tránsito general, me dirigí al Tirol, a través de Franconia y el sur de Alemania. De costumbre, me detenía en todas las ciudades en mi camino, y arribé de esa forma a Bamberg, donde me dispuse a examinar, de la manera más detallada, los alrededores y su célebre catedral. La última, como es sabido, pertenece a la centuria XII, la época del pleno desarrollo del tal llamado estilo románico, y está en una montaña, a cuyos pies se extiende una ciudad, relacionada de modo inseparable con los recuerdos de mi juventud, por bondad de Götz von Berlichingen2. Las catedrales románicas, lo confieso, me conmovían aún más que las góticas de Europa: éstas son más variadas que las últimas, su simbolismo es mucho más afiligranado, y en sus bajorelieves místicos, mezclados con curiosas figuras de la vida cotidiana, hay más ímpetu, frescura y juventud. En cada catedral románica hay mucho alimento para la curiosidad y el estudio, y he aquí por qué, al otro día de mi llegada a Bamberg, me pasé unas dos-tres horas entre las columnas macizas de su iglesia principal. Cansado y agotado más por la observación y el pensamiento, que por el mismo andar, abandoné la catedral y empezaba ya a descender por la montaña, cuando al otro extremo de la pendiente vi a un hombre que subía la montaña, y se parecía a Gógol como dos gotas de agua. Suponiendo que Nikolai Vasílievich ya estaba en Ostende y, por lo tanto, a mi zaga, pensé con admiración en ese juego de la naturaleza que, en algún burgués honorable de la ciudad de Bamberg, producía una semejanza absoluta con el autor de las Tardes en una granja; pero no alcancé a detenerme en esa idea, cuando el Gógol verdadero, real estaba parado delante de mí. Después de mi primera exclamación: “Pero aquí habría que poner un altar, Nikolai Vasílievich, en memoria de nuestro encuentro”, él me explicó que todavía iba a Ostende, pero que había tomado el camino a través de Austria y el Danubio. Ahora su diligencia se había detenido en Bamberg, ofreciendo a los alemanes un tiempo de una hora, para el hartazgo de sus estómagos, y él se había dirigido a echarle un vistazo a la catedral. Yo, al instante, me apresuré atrás con él, y cuando, lleno aún de las impresiones recibidas, le empecé a enseñar un pormenor del edificio inmenso y soberbio, me dijo: “Usted, puede ser, no sabe aún que yo mismo soy un conocedor de la arquitectura”. Tras contemplar el interior, nos dedicamos a los detalles externos, miramos por largo tiempo los campanarios y el enorme hombre de piedra (acaso la imagen del constructor) que salía del balcón de uno de éstos; después, regresamos de nuevo a la pendiente. Gógol adoptó un aire serio, solemne: se disponía a enviar desde Shvalbáj, adonde viajaba, el primer cuaderno de los Pasajes selectos a Petersburgo y, como de costumbre, estaba todo penetrado de la importancia, el significado de las futuras e inmensas consecuencias de su nueva publicación. Yo entonces no entendía aún el sentido verdadero de sus insinuaciones misteriosas y proféticas, que se me aclararon sólo en lo posterior. “Nos queda poco tiempo, -me dijo cuando empezamos a descender por la montaña con lentitud,-y yo le diré una cosa necesaria para usted… ¿Qué hace ahora?” Le respondí que me hallaba en Europa bajo el encanto de un simple sentimiento de curiosidad. Gógol calló un poco, y después empezó a hablar de modo entrecortado, sus frases me resuenan hasta ahora en los oídos y en la memoria: “Es un buen rasgo… pero, con todo, es una inquietud… hay que detenerse alguna vez pues… Si cuelgas todo de un solo clavo, pues ya hay que proveerse, por lo menos, de un buen clavo… ¿Sabe qué?.. Venga en invierno a Nápoles… Yo también estaré allá”. No recuerdo qué le respondí, pero Gógol continuó: “Oirá en Nápoles cosas que no esperaba… Le diré algo que tiene relación con usted… sí, una relación personal… El hombre no puede prever, dónde lo hallará la ayuda que necesita… Se lo digo, venga a Nápoles… yo le revelaré un secreto, que usted me va a agradecer”. Suponiendo que el sentido verdadero de las palabras misteriosas de Gógol, podía ser explicado por el plazo inminente de su viaje a Jerusalén, para el que buscaba un compañero ahora, le expresé mi sospecha. “No, -respondió Gógol.-Por supuesto, es una obra buena… podríamos hacer el viaje juntos, pero antes puede suceder algo tal, que lo cambiará a usted mismo… entonces usted mismo ya lo decidirá todo… sólo venga a Nápoles… Quién sabe dónde hallará al hombre la nueva vida…” En su voz había tal sentimiento profundo, tal intensa convicción interior que, sin darle mi última palabra, le prometí, no obstante, pensar su propuesta con seriedad. Gógol dejó de hablar sobre ese tema y, por el resto del camino, con cierto aire pensativo, lleno aún de pasión y energía concentrada, -si me atrevo a expresar-, con unas palabras medidas, entrecortadas pero ardientes, empezó a hacer observaciones sobre las relaciones del modo de vida europeo moderno, con el modo de vida de Rusia. No citaré todo lo que dijo entonces sobre las personas y las cosas, y además, no todo se conservó en mi memoria. “Pues, -dijo entre tanto, -empezaron a temerle en nuestro país a la baraúnda europea: al proletariado… piensan en cómo hacer de los mujíks granjeros alemanes… ¿Y para qué eso?.. ¿Acaso se puede separar al mujík de la tierra?.. ¿Cuál proletariado hay ahí pues? Pero piense usted pues, que nuestro mujik llora de alegría al ver su tierra, algunos se acuestan en la tierra y la besan, como a una amante. ¿Eso no significa algo?.. Hay que pensar un poco en eso pues”. En general, estaba convencido entonces, de que el mundo ruso constituía una esfera aparte, que tenía sus leyes, de las que no tenían idea en Europa. Me parece verlo ahora, cómo expresaba esas ideas con su voz tendida, que fluía con lentitud, llena de fuerza y expresión. Era otro Gógol por completo, del que yo había dejado recientemente en París, y se diferenciaba de modo considerable del Gógol de la época romana. Todo en él se había asentado, definido y elaborado. Caminaba pensativo por la calzada con su paletó cortito, con los ojos puestos en la tierra de modo constante, y abstraído tan fuertemente en sus ideas que, probablemente, no podría darse cuenta de la fisonomía de Bamberg, cinco minutos después de haber salido de ésta. Entre tanto, llegamos a la diligencia, allí ya habían enganchado los caballos, y los pasajeros empezaban a inquietarse junto a sus puestos. “¿Y qué, acaso se quedará sin almorzar en realidad? -pregunté yo. “Sí, a propósito, bien que lo recordó: ¿no habrá acaso por aquí, una confitería o dulcería?” La dulcería estaba a la mano. Gógol escogió con cuidado una decena de empanadas dulces de manzana, ciruelas pasas y confitura, ordenó envolverlas en papel y se llevó consigo ese almuerzo que, por supuesto, era incapaz de reponer sus fuerzas. Estuvimos parados aún un rato junto a la diligencia, hasta que resonó la trompeta del conductor. Gógol se sentó en el coupe, poniéndose como que de espaldas a su vecina, una alemana de edad madura, metió el paquete con las empanadas delante de sí, en algún lugar, y me dijo: “Adiós una vez más… Recuerde mis palabras… Piense en Nápoles”. Después se subió el cuello del capote, que se había echado por encima al entrar al coupe, adoptó una expresión de impasibilidad e indiferencia mortuoria, de piedra, que debía ahuyentar en su compañera de viaje toda intención de conversar, y en esa posición de estatua, con el rostro semicubierto, con unos ojos estúpidos que no expresaban nada, me saludó aún con la cabeza… La carroza arrancó.
De esta forma, quedé en paz con él, por mi parte, por la despedida de Albano. Nos habíamos separado asimismo junto a la diligencia en aquel momento, pero qué diferencia entre aquel Gógol vivo, animado, y el actual exaltado, y en parte torturado por la enfermedad del pensamiento, que se reflejaba en su rostro bonito, sumido.
En 1847, salieron por fin sus Pasajes selectos de la correspondencia con los amigos. En ese mismo Nápoles, a donde me llamaba Nikolai Vasílievich, lo sorprendió la tormenta de condenas y reproches con que fue recibido su libro, y que enfermó y condenó a su autor. El viaje a Jerusalén fue aplazado. Desde la altura de sus esperanzas ilimitadas, Gógol cayó de pronto en una vorágine oscura y funesta, de dudas y nuevas cuestiones insolubles. Es sabido lo que sucedió entonces. La segunda parte de Las almas muertas, creada bajo la influencia de las ideas de los Pasajes selectos, fue sometida a una nueva reechura. Gógol, por primera vez, oponía su auténtica humildad cristiana a los golpes que le llovían por todas partes. El drama profundo, conmovedor y aleccionador, no sospechado por nadie aún, obtenía un lugar y se arraigaba en su alma. Relatar todo lo que sepas sobre ese terrible periodo de su vida, y relatarlo con buena conciencia, con un profundo respeto por el drama grandioso que la culminó es, en mi opinión, la obligación de todo aquel que conoció a N.V. Gógol, y a quien le es preciada la propia inmunidad, significado y dignidad de su memoria.
1Dmítrii Tolstói, conde, procurador general del Sínodo, ministro de ilustración popular, futuro ministro de asuntos internos.
2Gottfried "Götz" von Berlichingen de Hornberg (1480-1562), apodado "mano de hierro", caballero imperial franco, participa en la guerra de los campesinos de 1525.
Imagen: Darío de Regoyos y Valdés, Catedral de Burgos, 1900.
Esa noche, sin embargo, no fue del todo afortunada. Yo encontré a Gógol en una gran sociedad, en la sala de la familia a quien acompañaba. Nikolai Vasílievich estaba sentado en un diván, y no tenía ninguna participación en la conversación, que pronto se entabló a su alrededor. Ya al final de la plática, cuando se habló sobre la diferencia de las enseñanzas, que se obtenían con la observación de dos pueblos diferentes, el inglés y el francés, y cuando las voces se dividieron a favor de uno u otro de esos pueblos, Gógol terminó la discusión levantándose del diván, y diciendo en un tono alargado y tendido: “Yo les voy a informar una noticia agradable, que recibí por el correo”. Tras esto fue a la otra habitación y regresó al instante, con un cuaderno escrito en sus manos. Tras sentarse en el diván de nuevo y arrimarse la lámpara, leyó con solemnidad, acentuando fuertemente las palabras y tratando de marcar en todas partes, donde fuera posible, la letra o, un nuevo Discurso de un conocido tribuno clerical nuestro. El Discurso, en realidad, no estaba mal, aunque no respondía por completo al debate surgido, y no lo resolvía en absoluto. Al finalizar la lectura, se hizo un silencio general, nadie podía reanudar ni, incluso, retomar el hilo de la interrumpida conversación. El mismo Gógol se ensimismó en su anterior observación impasible, yo pronto me levante y me despedí de él. Al otro día se iba a Ostende.
Todo esto fue en primavera, cuando se abren al turista todos los caminos a todos los confines de Europa. Siguiendo el tránsito general, me dirigí al Tirol, a través de Franconia y el sur de Alemania. De costumbre, me detenía en todas las ciudades en mi camino, y arribé de esa forma a Bamberg, donde me dispuse a examinar, de la manera más detallada, los alrededores y su célebre catedral. La última, como es sabido, pertenece a la centuria XII, la época del pleno desarrollo del tal llamado estilo románico, y está en una montaña, a cuyos pies se extiende una ciudad, relacionada de modo inseparable con los recuerdos de mi juventud, por bondad de Götz von Berlichingen2. Las catedrales románicas, lo confieso, me conmovían aún más que las góticas de Europa: éstas son más variadas que las últimas, su simbolismo es mucho más afiligranado, y en sus bajorelieves místicos, mezclados con curiosas figuras de la vida cotidiana, hay más ímpetu, frescura y juventud. En cada catedral románica hay mucho alimento para la curiosidad y el estudio, y he aquí por qué, al otro día de mi llegada a Bamberg, me pasé unas dos-tres horas entre las columnas macizas de su iglesia principal. Cansado y agotado más por la observación y el pensamiento, que por el mismo andar, abandoné la catedral y empezaba ya a descender por la montaña, cuando al otro extremo de la pendiente vi a un hombre que subía la montaña, y se parecía a Gógol como dos gotas de agua. Suponiendo que Nikolai Vasílievich ya estaba en Ostende y, por lo tanto, a mi zaga, pensé con admiración en ese juego de la naturaleza que, en algún burgués honorable de la ciudad de Bamberg, producía una semejanza absoluta con el autor de las Tardes en una granja; pero no alcancé a detenerme en esa idea, cuando el Gógol verdadero, real estaba parado delante de mí. Después de mi primera exclamación: “Pero aquí habría que poner un altar, Nikolai Vasílievich, en memoria de nuestro encuentro”, él me explicó que todavía iba a Ostende, pero que había tomado el camino a través de Austria y el Danubio. Ahora su diligencia se había detenido en Bamberg, ofreciendo a los alemanes un tiempo de una hora, para el hartazgo de sus estómagos, y él se había dirigido a echarle un vistazo a la catedral. Yo, al instante, me apresuré atrás con él, y cuando, lleno aún de las impresiones recibidas, le empecé a enseñar un pormenor del edificio inmenso y soberbio, me dijo: “Usted, puede ser, no sabe aún que yo mismo soy un conocedor de la arquitectura”. Tras contemplar el interior, nos dedicamos a los detalles externos, miramos por largo tiempo los campanarios y el enorme hombre de piedra (acaso la imagen del constructor) que salía del balcón de uno de éstos; después, regresamos de nuevo a la pendiente. Gógol adoptó un aire serio, solemne: se disponía a enviar desde Shvalbáj, adonde viajaba, el primer cuaderno de los Pasajes selectos a Petersburgo y, como de costumbre, estaba todo penetrado de la importancia, el significado de las futuras e inmensas consecuencias de su nueva publicación. Yo entonces no entendía aún el sentido verdadero de sus insinuaciones misteriosas y proféticas, que se me aclararon sólo en lo posterior. “Nos queda poco tiempo, -me dijo cuando empezamos a descender por la montaña con lentitud,-y yo le diré una cosa necesaria para usted… ¿Qué hace ahora?” Le respondí que me hallaba en Europa bajo el encanto de un simple sentimiento de curiosidad. Gógol calló un poco, y después empezó a hablar de modo entrecortado, sus frases me resuenan hasta ahora en los oídos y en la memoria: “Es un buen rasgo… pero, con todo, es una inquietud… hay que detenerse alguna vez pues… Si cuelgas todo de un solo clavo, pues ya hay que proveerse, por lo menos, de un buen clavo… ¿Sabe qué?.. Venga en invierno a Nápoles… Yo también estaré allá”. No recuerdo qué le respondí, pero Gógol continuó: “Oirá en Nápoles cosas que no esperaba… Le diré algo que tiene relación con usted… sí, una relación personal… El hombre no puede prever, dónde lo hallará la ayuda que necesita… Se lo digo, venga a Nápoles… yo le revelaré un secreto, que usted me va a agradecer”. Suponiendo que el sentido verdadero de las palabras misteriosas de Gógol, podía ser explicado por el plazo inminente de su viaje a Jerusalén, para el que buscaba un compañero ahora, le expresé mi sospecha. “No, -respondió Gógol.-Por supuesto, es una obra buena… podríamos hacer el viaje juntos, pero antes puede suceder algo tal, que lo cambiará a usted mismo… entonces usted mismo ya lo decidirá todo… sólo venga a Nápoles… Quién sabe dónde hallará al hombre la nueva vida…” En su voz había tal sentimiento profundo, tal intensa convicción interior que, sin darle mi última palabra, le prometí, no obstante, pensar su propuesta con seriedad. Gógol dejó de hablar sobre ese tema y, por el resto del camino, con cierto aire pensativo, lleno aún de pasión y energía concentrada, -si me atrevo a expresar-, con unas palabras medidas, entrecortadas pero ardientes, empezó a hacer observaciones sobre las relaciones del modo de vida europeo moderno, con el modo de vida de Rusia. No citaré todo lo que dijo entonces sobre las personas y las cosas, y además, no todo se conservó en mi memoria. “Pues, -dijo entre tanto, -empezaron a temerle en nuestro país a la baraúnda europea: al proletariado… piensan en cómo hacer de los mujíks granjeros alemanes… ¿Y para qué eso?.. ¿Acaso se puede separar al mujík de la tierra?.. ¿Cuál proletariado hay ahí pues? Pero piense usted pues, que nuestro mujik llora de alegría al ver su tierra, algunos se acuestan en la tierra y la besan, como a una amante. ¿Eso no significa algo?.. Hay que pensar un poco en eso pues”. En general, estaba convencido entonces, de que el mundo ruso constituía una esfera aparte, que tenía sus leyes, de las que no tenían idea en Europa. Me parece verlo ahora, cómo expresaba esas ideas con su voz tendida, que fluía con lentitud, llena de fuerza y expresión. Era otro Gógol por completo, del que yo había dejado recientemente en París, y se diferenciaba de modo considerable del Gógol de la época romana. Todo en él se había asentado, definido y elaborado. Caminaba pensativo por la calzada con su paletó cortito, con los ojos puestos en la tierra de modo constante, y abstraído tan fuertemente en sus ideas que, probablemente, no podría darse cuenta de la fisonomía de Bamberg, cinco minutos después de haber salido de ésta. Entre tanto, llegamos a la diligencia, allí ya habían enganchado los caballos, y los pasajeros empezaban a inquietarse junto a sus puestos. “¿Y qué, acaso se quedará sin almorzar en realidad? -pregunté yo. “Sí, a propósito, bien que lo recordó: ¿no habrá acaso por aquí, una confitería o dulcería?” La dulcería estaba a la mano. Gógol escogió con cuidado una decena de empanadas dulces de manzana, ciruelas pasas y confitura, ordenó envolverlas en papel y se llevó consigo ese almuerzo que, por supuesto, era incapaz de reponer sus fuerzas. Estuvimos parados aún un rato junto a la diligencia, hasta que resonó la trompeta del conductor. Gógol se sentó en el coupe, poniéndose como que de espaldas a su vecina, una alemana de edad madura, metió el paquete con las empanadas delante de sí, en algún lugar, y me dijo: “Adiós una vez más… Recuerde mis palabras… Piense en Nápoles”. Después se subió el cuello del capote, que se había echado por encima al entrar al coupe, adoptó una expresión de impasibilidad e indiferencia mortuoria, de piedra, que debía ahuyentar en su compañera de viaje toda intención de conversar, y en esa posición de estatua, con el rostro semicubierto, con unos ojos estúpidos que no expresaban nada, me saludó aún con la cabeza… La carroza arrancó.
De esta forma, quedé en paz con él, por mi parte, por la despedida de Albano. Nos habíamos separado asimismo junto a la diligencia en aquel momento, pero qué diferencia entre aquel Gógol vivo, animado, y el actual exaltado, y en parte torturado por la enfermedad del pensamiento, que se reflejaba en su rostro bonito, sumido.
En 1847, salieron por fin sus Pasajes selectos de la correspondencia con los amigos. En ese mismo Nápoles, a donde me llamaba Nikolai Vasílievich, lo sorprendió la tormenta de condenas y reproches con que fue recibido su libro, y que enfermó y condenó a su autor. El viaje a Jerusalén fue aplazado. Desde la altura de sus esperanzas ilimitadas, Gógol cayó de pronto en una vorágine oscura y funesta, de dudas y nuevas cuestiones insolubles. Es sabido lo que sucedió entonces. La segunda parte de Las almas muertas, creada bajo la influencia de las ideas de los Pasajes selectos, fue sometida a una nueva reechura. Gógol, por primera vez, oponía su auténtica humildad cristiana a los golpes que le llovían por todas partes. El drama profundo, conmovedor y aleccionador, no sospechado por nadie aún, obtenía un lugar y se arraigaba en su alma. Relatar todo lo que sepas sobre ese terrible periodo de su vida, y relatarlo con buena conciencia, con un profundo respeto por el drama grandioso que la culminó es, en mi opinión, la obligación de todo aquel que conoció a N.V. Gógol, y a quien le es preciada la propia inmunidad, significado y dignidad de su memoria.
1Dmítrii Tolstói, conde, procurador general del Sínodo, ministro de ilustración popular, futuro ministro de asuntos internos.
2Gottfried "Götz" von Berlichingen de Hornberg (1480-1562), apodado "mano de hierro", caballero imperial franco, participa en la guerra de los campesinos de 1525.
Imagen: Darío de Regoyos y Valdés, Catedral de Burgos, 1900.