lunes, 30 de junio de 2008

Gógol a S.T. Aksákov


Ostende, 16 (28) de agosto de 1847.

De su amor por mí yo nunca dudé, mi buen amigo Serguei Timoféevich. Al contrario, sólo me asombraba su exceso, tanto más que yo no tenía ningún derecho a éste: yo nunca fui franco con usted en particular, y casi no le hablé de nada que fuera cercano a mi alma; de modo que usted, más pronto, me pudo conocer sólo como escritor y no como hombre, y a esto acaso contribuyó, en parte, su gentil hijo Konstantín Serguéevich1. Por contrario al cuento infantil que hicieron de mí en Moscú, en el que cree tan gustoso, de que yo, o sea, amo las complacencias y las alabanzas de ciertos ilustres Manilóvis2, le diré que yo, más pronto, intenté alejar de mí que atraer a todos esos, que son capaces de amar con demasiada fuerza, y que con usted me conduje un poco no así como debería. Me sedujeron no las alabanzas de los otros, sino me seduje yo mismo como nos seducimos nosotros todos, como se seduce todo el que tiene en algo su propia forma de pensar, y oye en algo su superioridad, como se seduce con sus sueños generosos su amable hijo Konstantín Serguéevich, como nos seducimos nosotros todos del primero al último, hombres pecadores: y quien más dones y talentos recibió, tanto más se seduce. Y el demonio del exceso, que empuja ahora a todos, infla tanto nuestra palabra, que el sentido con que ésta fue dicha no se entiende.
No se enoje con Smirnóva3, no la llame una mujer insensata. Esa mujer de respeto tenía una amistad cercana con Púshkin4 y con Zhukóvskii5, quienes la quisieron, precisamente, por su sano juicio y alma bondadosa. Ella me conoció aun antes que usted me conociera, me conoció como hombre y no como escritor, me vio en esos estados espirituales míos, en los que usted no me vio. Con ella éramos, desde hace tiempo, como un hermano y una hermana, y sin ella, sabe Dios si yo hubiera tenido fuerzas para soportar muchas cosas difíciles en mi vida; y por eso no es extraño que, a pesar de su afición por mí, ella percibiera muchas cosas en mi libro con más plenitud, y no lo interpretara de una forma tan retorcida como lo interpretó usted.
Sí, mi libro me propinó un revés, pero esa fue la voluntad de Dios. ¡Bendito sea el nombre de ese que me fulminó! Sin ese revés yo no me hubiera despertado, y no hubiera visto tan claro lo que me falta. Yo recibí muchas cartas muy significativas, mucho más significativas que todas las críticas publicadas. A pesar de los diversos puntos de vista, en cada una de éstas, así como en la suya, hay su lado justo. Pero extraer una conclusión plenamente correcta de todo el libro en general, nadie pudo, y no es extraño. Condenarme por éste, en justicia, puede sólo ese, que dirige nuestros pensamientos e ideas en su plenitud. Entre nosotros pues, hombres pecadores, puede pronunciar un juicio terminante con mas justicia que los otros, sólo ese que posee una inteligencia plena, es capaz de abarcar todas las partes del asunto, y no se enamoró aún él mismo de ninguna idea suya personal; porque sea como sea, a pesar de toda la puerilidad e inmadurez de ese libro, en éste se ven huellas de una visión más plena, que la de quienes hacen observaciones y críticas al mismo, a pesar de que su autor no tiene esos conocimientos, que puede tener en parte cualquier crítico.
¿Para qué repite asimismo los absurdos, que extrajeron de mi libro los cortos de vista, de que yo renuncio en éste al título de escritor, cambio mi vocación, tendencia y tonterías por el estilo? Mi libro es el curso legal y correcto de mi educación interior, que necesito para hacerme un escritor no menor y vacío, sino que sienta tanto lo sagrado de su título, como de todos los otros títulos, que todos deben ser sagrados. Todo eso se expresó con arrogancia, adquirió un tono solemne por la idea de la cercanía de ese gran instante, que es la muerte. Y el diablo, que aumenta la presunción que hay en cada uno de nosotros, infló hasta lo monstruoso ciertos lugares. La incontinencia me obligó a editar mi libro. Viendo que aún no pronto me sobrepondría de mis Almas muertas, y deplorando francamente la tendencia sin carácter y la absoluta anarquía que hay en la literatura, que pasa su tiempo en discusiones vacías, me apresuré a hablar de esas cuestiones que me ocupaban, y que me disponía a desarrollar o recrear en imágenes y personajes vivos. El libro imprudente, o según usted desdichado, salió a la luz. Este me cubrió de oprobio, según sus palabras. Este es para mí, exactamente, un oprobio, pero yo le agradezco a Dios por ese oprobio, le agradezco por que le permitió salir a la luz. No hubiera visto yo sin éste ni mi desaliño, ni mi autoceguera ni mucho de eso, que el hombre no quiere ver en sí mismo; no se hubiera explicado sin éste mucho de eso, que necesito conocer con imperiosidad para mis Almas muertas, y no conocería ni en qué estado se encuentra nuestra sociedad, ni qué imágenes, caracteres y personajes necesita ésta, y qué exactamente debe escoger un poeta-artista en la actualidad como objeto de su creación.
¡Amigo mío!, no esté tampoco tan seguro de la infalibilidad de sus conclusiones. Le repito de nuevo: al examinar mi libro por partes, puede tener razón, pero pronunciar un juicio final sobre mi libro tan resueltamente, como usted lo pronuncia, es un orgullo de su mente. Me pareció, incluso, como que en sus labios resonaron no sus palabras, sino ciertas juveniles, como si en ese lugar de su carta hablara, un poco confiando en sí mismo, Konstantín Sergueevich, y no usted. En éstas se expresa esta idea: "Tu cabeza no está sana, y la mía está sana; yo veo claro la cosa, y por eso puedo juzgar sobre ti". Amigo mío, ahora es tal tiempo, que es poco probable que alguno de nosotros tenga la cabeza sana, como es debido. Verme como al hijo pródigo, y esperar mi regreso al camino verdadero puede sólo ese, que ya está en el camino verdadero. Y eso sólo Dios sabe, quién de nosotros en qué lugar está exactamente. Es mejor para todos nosotros tener más humildad, y menos seguridad en la verdad irrevocable y en la justeza de su visión. En lo que respecta a mí, voy con todas mis fuerzas, cuantas hay en mí, a rezarle a Dios en esos mismos lugares, que lo vieron en la imagen de Cristo, para que me perdone por todo, a lo que me empujó mi presunción, orgullo y autoceguera.
Por su hospitalaria y amistosa invitación a quedarme en su casa durante mi llegada a Moscú, le agradezco de alma, pero no la aprovecharé sólo porque, en la concepción de mi alojamiento miro, simplemente, las comodidades materiales. En todo caso, en casa de quien me quede, no considere eso, de ningún modo, un signo de preferencia alguna u otra cosa por el estilo. Además, si Dios bendice mi regreso a Rusia, no pienso estar en Moscú mucho tiempo. Quisiera echarle una ojeada al gobierno: hay muchas cosas, que son para mí un enigma absoluto hasta ahora, y nadie me puede dar los informes que yo desearía. Yo sólo veo lo que todos los otros, que así mismo como yo no conocen Rusia.
En lo que respecta a mi estancia de invierno, pues aún no estoy seguro de si me quedaré en invierno en Rusia. Después de mi última grave enfermedad me quedó tal friolera, que hasta Roma se hizo fría para mí, y debí mudarme a Nápoles. El último invierno que he pasado en Moscú me fue muy penoso, y me dejó un triste recuerdo. Mi natura se hizo un poco parecida, a la de un anciano que necesita el sur: poca sangre, y esa circula con lentitud; y al mismo tiempo unos nervios tan sensibles, que la mínima neblina nórdica influye fuertemente, en los días helados se me sobrecoge el espíritu en el pecho. Usted dice que el aire de la patria influirá de modo benéfico en mi salud, y espera por sí mismo también la reposición de sus fuerzas. Amigo mío, no olvidemos el hecho de que usted se encuentra ya en unos años, cuando es imposible el regreso completo de la salud anterior; y que yo, siendo débil y enfermizo desde el día de mi nacimiento, y habiendo pasado la mejor mitad de mi vida, no puedo tampoco ser ese que fui antes. Vamos mejor a rogar a Dios, que nos ayude a pasar los días que nos quedan en paz plena con nuestra conciencia, donde quiera que nos toque pasarlos, y que nos dé la posibilidad, siquiera con algo, de corregir en parte el pasado, expiando siquiera con algo la inutilidad y la pereza de nuestra vida.
Me parece que, si se pusiera a dictarle a alguien las memorias de su vida pasada, y de los encuentros con todas las personas, con quienes tuvo la oportunidad de encontrarse, con fieles descripciones de sus caracteres, haría mucho más placenteros sus últimos días y, entre tanto, le brindaría a sus hijos muchas lecciones de vida útiles, y a todos sus compatriotas un mejor conocimiento del hombre ruso6. Eso no es una futileza ni una hazaña poco importante en el tiempo presente, cuando tanto necesitamos conocer los verdaderos principios de nuestra naturaleza que, hasta ahora, sólo observamos en el mujík, y eso mal.
Bueno, adiós. ¡Que Dios lo guarde! Agradezco a Olga Semiónovna7: me parece que reza por mí. Ese es el mejor servicio que podemos brindar en la tierra a nuestro prójimo.

Suyo, N.G.

1Konstantín Aksákov, poeta, crítico, dramaturgo, líder del movimiento eslavófilo, colaborador de la revista El Moscovita.
2Manilóv,
3Alexándra Ósipovna Smirnóva (Rossetti de nacimiento), dama de compañía de la zarina, esposa del gobernador de Kalúga, amiga de Vasílii Zhukóvskii y Alexánder Púshkin.
4Alexánder Púshkin, célebre poeta y novelista romántico, fundador de la literatura rusa moderna.
5Vasílii Zhukóvskii, poeta, escritor, traductor, antiguo director de la revista El Heraldo de Europa, preceptor de la familia zarista, protector de escritores.
6Serguei Aksákov escribe, por consejo de Gógol, La Crónica familiar y las Memorias, publicadas en 1856, y Los años infantiles del nieto de Bagróv, en 1858.
7Olga Semiónovna Aksákova (de nacimiento Zaplátina), esposa de Serguei Aksákov.

Imagen:
Edward Moran, First Recognition of the American Flag by a Foreign Government, XIX.