Francfort, hacia 8 (20) de junio de 18471.
Leí con pesar su artículo sobre mí en el segundo No. de El Contemporáneo2. No porque me fuera pesarosa la situación humillante en que quiso ponerme a la vista de todos, sino porque en éste se oye la voz de un hombre enojado conmigo. Y yo no quisiera enojar, incluso, a un hombre que no me quisiera, y menos a usted, en quien siempre pensé como un hombre que me quiere. Yo no tuve en cuenta, en absoluto, afligirlo en ningún lugar de mi libro. Salió de modo tal, que conmigo se enojaron desde los primeros hasta los últimos en Rusia, y eso, hasta ahora, yo mismo no puedo entenderlo. Todos se afligieron, los orientales, los occidentales y los neutrales. Es verdad, yo tuve en cuenta un pequeño coscorrón a cada uno de ellos, al considerarlo necesario, tras experimentar su necesidad en mi propia piel (a todos nos hace falta más humildad), pero no pensé, que mi coscorrón saldría tan torpemente embarazoso y tan ofensivo. Pensaba que me perdonarían generosamente, el hecho de que en mi libro hay un germen de concordia general, y no de discordia. Usted miró mi libro con los ojos de un hombre enojado, y por eso casi todos lo tomaron de otra forma. Deje todos esos lugares que hasta ahora son un enigma para muchos, sino para todos, y préstele atención a esos lugares que son accesibles a todo hombre saludable y juicioso, y verá que se equivocó en muchas cosas.
Yo, muy no en vano, rogué a todos leer mi libro varias veces, previendo de antemano todos estos malentendidos. Créame que no es fácil juzgar un libro, donde se mezclaba la propia historia espiritual de un hombre que no se parece a los otros, y además, de un hombre aún reservado, que vivió largo tiempo en sí mismo y sufrió por su incapacidad para expresarse. No fue fácil asimismo, decidirse a la hazaña de exponerse a sí mismo a la deshonra general y el ridículo, exponiendo esa parte de mi arca interna, cuyo verdadero sentido no pronto se sentirá. Ya esa sola hazaña, debería obligar a un hombre juicioso a meditar y, sin apurarse a presentar su voz personal, a leerlo en sus diversas horas de disposición espiritual, más sosegado y más animado a la confesión personal, porque sólo en semejantes instantes es capaz el alma de entender el alma, y el asunto de mi libro es el alma. No hubiera extraído usted entonces esas conclusiones equivocadas, de que está inundado su artículo. ¿Cómo se puede, por ejemplo, de lo que yo dije, que en las críticas que hablaban de mis defectos hay muchas cosas justas, extraer la conclusión de que las críticas que hablaban de mis virtudes son injustas3? Esa lógica puede estar presente, solamente, en la cabeza de un hombre irritado, que continúa buscando ya sólo eso que es capaz de irritarlo, y no ha observado con serenidad el objeto por todos lados. ¿Pero y qué, si yo tuve en la cabeza y premedité por largo tiempo, cómo hablar de esos críticos que hablaron de mis virtudes y, con motivo de mis obras, divulgaron tantas ideas hermosas sobre el arte? ¿Y si yo quería determinar, imparcialmente, la virtud de cada uno, y esos delicados matices de la intuición estética, con que estaba más o menos dotado, peculiarmente, cada uno? ¿Y si yo sólo esperaba el momento cuando podría hablar de eso o, con más justicia, cuando me sería decoroso hablar de eso, para que no dijeran después que me guiaba por algún objetivo de codicia, y no por un sentimiento de imparcialidad y justicia? Escriba las críticas más severas, escoja todas las palabras que conozca para humillar a un hombre, contribuya a ponerme en ridículo a los ojos de sus lectores, sin apiadarse de las cuerdas más sensibles, acaso, del más tierno de los corazones, todo eso lo soportará mi alma, aunque no sin dolores ni trastornos pesarosos. Pero me es penoso, muy penoso (le digo esto francamente), cuando alimenta un rencor personal hacia mí, incluso, un mal hombre, no sólo uno bueno, y yo a usted lo consideraba un buen hombre. ¡Aquí tiene una franca exposición de mis sentimientos!
Leí con pesar su artículo sobre mí en el segundo No. de El Contemporáneo2. No porque me fuera pesarosa la situación humillante en que quiso ponerme a la vista de todos, sino porque en éste se oye la voz de un hombre enojado conmigo. Y yo no quisiera enojar, incluso, a un hombre que no me quisiera, y menos a usted, en quien siempre pensé como un hombre que me quiere. Yo no tuve en cuenta, en absoluto, afligirlo en ningún lugar de mi libro. Salió de modo tal, que conmigo se enojaron desde los primeros hasta los últimos en Rusia, y eso, hasta ahora, yo mismo no puedo entenderlo. Todos se afligieron, los orientales, los occidentales y los neutrales. Es verdad, yo tuve en cuenta un pequeño coscorrón a cada uno de ellos, al considerarlo necesario, tras experimentar su necesidad en mi propia piel (a todos nos hace falta más humildad), pero no pensé, que mi coscorrón saldría tan torpemente embarazoso y tan ofensivo. Pensaba que me perdonarían generosamente, el hecho de que en mi libro hay un germen de concordia general, y no de discordia. Usted miró mi libro con los ojos de un hombre enojado, y por eso casi todos lo tomaron de otra forma. Deje todos esos lugares que hasta ahora son un enigma para muchos, sino para todos, y préstele atención a esos lugares que son accesibles a todo hombre saludable y juicioso, y verá que se equivocó en muchas cosas.
Yo, muy no en vano, rogué a todos leer mi libro varias veces, previendo de antemano todos estos malentendidos. Créame que no es fácil juzgar un libro, donde se mezclaba la propia historia espiritual de un hombre que no se parece a los otros, y además, de un hombre aún reservado, que vivió largo tiempo en sí mismo y sufrió por su incapacidad para expresarse. No fue fácil asimismo, decidirse a la hazaña de exponerse a sí mismo a la deshonra general y el ridículo, exponiendo esa parte de mi arca interna, cuyo verdadero sentido no pronto se sentirá. Ya esa sola hazaña, debería obligar a un hombre juicioso a meditar y, sin apurarse a presentar su voz personal, a leerlo en sus diversas horas de disposición espiritual, más sosegado y más animado a la confesión personal, porque sólo en semejantes instantes es capaz el alma de entender el alma, y el asunto de mi libro es el alma. No hubiera extraído usted entonces esas conclusiones equivocadas, de que está inundado su artículo. ¿Cómo se puede, por ejemplo, de lo que yo dije, que en las críticas que hablaban de mis defectos hay muchas cosas justas, extraer la conclusión de que las críticas que hablaban de mis virtudes son injustas3? Esa lógica puede estar presente, solamente, en la cabeza de un hombre irritado, que continúa buscando ya sólo eso que es capaz de irritarlo, y no ha observado con serenidad el objeto por todos lados. ¿Pero y qué, si yo tuve en la cabeza y premedité por largo tiempo, cómo hablar de esos críticos que hablaron de mis virtudes y, con motivo de mis obras, divulgaron tantas ideas hermosas sobre el arte? ¿Y si yo quería determinar, imparcialmente, la virtud de cada uno, y esos delicados matices de la intuición estética, con que estaba más o menos dotado, peculiarmente, cada uno? ¿Y si yo sólo esperaba el momento cuando podría hablar de eso o, con más justicia, cuando me sería decoroso hablar de eso, para que no dijeran después que me guiaba por algún objetivo de codicia, y no por un sentimiento de imparcialidad y justicia? Escriba las críticas más severas, escoja todas las palabras que conozca para humillar a un hombre, contribuya a ponerme en ridículo a los ojos de sus lectores, sin apiadarse de las cuerdas más sensibles, acaso, del más tierno de los corazones, todo eso lo soportará mi alma, aunque no sin dolores ni trastornos pesarosos. Pero me es penoso, muy penoso (le digo esto francamente), cuando alimenta un rencor personal hacia mí, incluso, un mal hombre, no sólo uno bueno, y yo a usted lo consideraba un buen hombre. ¡Aquí tiene una franca exposición de mis sentimientos!
N.G.
1Esta carta es enviada a San Petersburgo con la carta a Nikolai Prokopóvich del 8 (20) de junio de 1847. Vissarión Bielínskii, durante ese tiempo, se cura de tuberculosis en un sanatorio de Salzburgo (Silesia), a donde Nikolai Prokopóvich envía la carta de Gógol por medio de Nikolai Nekrásov.
Vissarión Bielínskii, crítico, ideólogo, líder del movimiento occidentalista, cabeza de la revista El Observador moscovita, promotor de talentos.
2Los Pasajes selectos de la correspondencia con los amigos, de Nikolai Gógol, artículo de Vissarión Bielínskii.
3En su artículo Los Pasajes selectos.., Vissarión Bielínskii afirma: "Gógol declara, solemnemente, que está de acuerdo con quienes injuriaron sus obras, y no está de acuerdo con quienes las elogiaron. Ergo: los defensores de Gógol son, en esencia, un partido literario que se aferra a él para la humillación de los verdaderos, pero odiados talentos suyos" (El Contemporáneo, 1847, Nº 2).
Imagen: William Callow, Francfort del Meno, 1851.
Vissarión Bielínskii, crítico, ideólogo, líder del movimiento occidentalista, cabeza de la revista El Observador moscovita, promotor de talentos.
2Los Pasajes selectos de la correspondencia con los amigos, de Nikolai Gógol, artículo de Vissarión Bielínskii.
3En su artículo Los Pasajes selectos.., Vissarión Bielínskii afirma: "Gógol declara, solemnemente, que está de acuerdo con quienes injuriaron sus obras, y no está de acuerdo con quienes las elogiaron. Ergo: los defensores de Gógol son, en esencia, un partido literario que se aferra a él para la humillación de los verdaderos, pero odiados talentos suyos" (El Contemporáneo, 1847, Nº 2).
Imagen: William Callow, Francfort del Meno, 1851.