martes, 15 de julio de 2008

V.A. Zhukóvskii a Gógol


Francfort del Main, 20 de febrero (4 de marzo), 12 (24) de marzo de 1847.

En mi última carta a ti, mi gentil Gogolito, te prometía empezar de nuevo, la lectura de tu libro con el lápiz en la mano para, haciendo en éste observaciones de todo tipo, informarte por carta de todo lo que me viniera a la cabeza. Es una labor de mi gusto; no es necesario hacer ningún plan, no es necesario tomar medidas, ni hacer un patrón sino, simplemente, coser mis parches en un traje ajeno. Aunque el traje no está usado, no tiene huecos y no necesita parches, ése, a quien le toque, puede llevar el traje y los parches descosidos, que también pueden servirle para algo, ya que todo es del mismo material nuevo. Pero hasta ahora no pude dedicarme a la relectura del libro, la causa de eso te la mostrará el pliego de imprenta1 adjunto aquí. Dios puso a nuestra familia una prueba penosa. Hace ya diez días que nuestra querida hermana Mía terminó su vida; su enfermedad (typhus cerebralis) se alargó no más de once días, ella no sufrió mucho, sus últimos días fueron serenos, una muerte gradual donde conservó la memoria casi hasta el fin; desde el mismo inicio de la enfermedad, hubo en ella el deseo ávido de confesar sus secretos sagrados y, cuando ese deseo se cumplió, un sosiego absoluto, luminoso se depositó en su alma; ese sosiego se reflejaba en su rostro, cada vez que el alma prevalecía sobre el cuerpo debilitado. La mañana del 22 de febrero, su padre y su hermana2 estaban junto a ella, sus ojos estaban cerrados, al parecer, dormía; de pronto, suspiró levemente, su padre le tomó el pulso, se había detenido; puso su mano en el corazón, no latía, miró su rostro, estaba cubierto por una palidez opaca, y sólo quedaba cierta luz vívida en la frente. "¿Qué es eso?", le preguntó a la mujer que cuidaba a la enferma. Ésta le respondió: "Es la muerte". Pero ese primer instante de la muerte pertenecía aún al alma. Tras abandonar el cuerpo, ésta dejó en el rostro, pálido como el mármol, la expresión de que ella estaba en el instante de su separación del cuerpo: una expresión de sosiego, de humildad y como de júbilo, porque se percibía la huella de una sonrisa conmovedora y agradable. Así fue el hermoso final de nuestra Mía, que vivió veintiséis años bajo el techo familiar, sin experimentar ninguna alarma mundana; todo era puro, hermoso, virginal en esta muerte (hablando de modo humano) prematura. Ella le dejó a los sufridos sólo un conmovedor recuerdo de sí. La muerte es un mal sólo para los vivos, dijo Karamzín; por una parte, eso es verdad, por la otra, es un error. No los muertos nos pierden, nosotros, los vivos, perdemos a los muertos; y mientras más amor teníamos por ellos, más penosa es su pérdida, mientras más estrechos eran los lazos con ellos, más dolorosa es su ruptura. Y en eso está el verdadero mal de la muerte. Éste es exclusivo de los vivos, se puede decir, incluso, que lo arrebatado a los que se quedan, se entrega todo a los que los abandonaron. Para los primeros, la visión terrenal desapareció, el lugar ocupado con tanta gracia se vació, los ojos no ven, el oído no oye, la propia comunicación del alma (para ellos más perceptible) cesó. Para los últimos, todo eso sucedió más directa, libre, estrechamente: el alma, con sus tesoros espirituales, sus recuerdos de lo mejor terrenal, que sólo a ella pertenecen, ella, así decir, fortalecida por la muerte y fundida con su vida espiritual, con su amor, con su fe, pasa a un mundo sin tiempo y sin espacio; oye sin oído, ve sin ojos, está siempre y donde quiera en presencia de un alma amada, que nunca se ausenta de ella a ninguna distancia; mientras que a nosotros, los vivos, su lenguaje nos es inasequible, y lo que era más nuestro nos parece perdido para siempre. Pero al mismo tiempo, la muerte es un gran bien para los vivos, y es mayor bien mientras más querido nos era nuestro finado. Eso lo entiende de modo profundo la razón, iluminada por la luz del cristianismo. Pero qué gran fuerza adquiere la convicción de la razón, cuando se convierte en experiencia del corazón. Mientras no experimentamos aún por sí mismos ninguna pérdida dolorosa, creemos escuchando la voz del Salvador que nos viene del Evangelio, y se presenta a nuestra mente la vida humana en su verdadero y grandioso sentido. Pero cuando nosotros mismos recibimos un golpe desde arriba, cuán distinto se torna entonces inteligible para el corazón esa voz evangélica; ya no buscamos en las páginas del libro a nuestro Salvador. Él mismo nos encuentra, él mismo se nos pone cara a cara, al precio del infortunio compramos la contemplación de Dios. ¿Es acaso elevado ese precio? ¿Y qué es eso ante el tesoro que por ésta adquirimos? Todo lo que yo te escribo aquí lo pensé antes; ahora lo vi, y la experiencia de un corazón cercano se hizo mi propia experiencia. Yo vi a un padre que entregaba a su amada hija en las manos de Dios, oí a un padre que celebraba no con palabras, sino con el júbilo de su corazón la voluntad del Altísimo, que tomaba a su criatura recién floreciente a la vida. Aquí lo más sencillo es repetir las palabras, que éste le dijo a su familia al primer instante de la pérdida: "La gran tarea de Dios se consumó sobre nosotros; vimos con nuestros propios ojos cómo nuestra querida hija se marchó con su padre celestial, le entregó un alma pura, no alarmada con nada mundano y reconciliada con Él. Y ahora sabemos, sin ninguna duda terrenal sabemos que le fue dado todo eso, que no podíamos darle con la fuerza de nuestro amor, ni conservarle en la vida. Sólo podemos agradecer y glorificar. Tras un conocimiento tan claro de esta gracia indecible, nunca nos permitiremos ni lamentar que nos la quitaron, ni desear que ella esté con nosotros. Estaremos tranquilos, ¡y que nuestra pena nunca supere nuestro júbilo actual! ¡Por nosotros sólo estaremos resignados, por ella gratitud y júbilo!” En este lenguaje habla el cristianismo de la más grande desgracia terrena, que sin éste aplastaría el alma, y con éste se convierte para nosotros en la transformación de la tiniebla humana en la piadosa luz divina.

12(24) de marzo.

La fecha puesta aquí te dirá que esta carta, empezada el 4 de marzo, yació veinte días enteros en mi escritorio; no tuve tiempo de acometer su término, no quería enviarla sin terminar. Finalmente, tuve que decidirme por lo último, agregando: continúa en adelante. Con este fragmento, que en la próxima carta conformará un todo, empieza mi correspondencia contigo con motivo de los pasajes selectos de tus cartas. Qué te voy a escribir, aún no lo sé, y además no me hace falta saberlo; escribiré lo que escriba, a juzgar por qué, cómo y cuándo me venga a la mente durante la lectura de tu libro. Entre tanto recibí tu carta, en la que me informas de tu intención de visitar Shvalbáj y Ostende antes de Jerusalén. Eso es razonable. Y sería no razonable quedarse en Nápoles en un tiempo, cuando la permanencia en éste es siempre nociva para los nervios. Ahora es necesario dejarlo y mudarse rápidamente con nosotros al norte. Y mejor que todo directamente a mi vecindad. La desgracia ocurrida en mi familia, probablemente, producirá cambios en mis planes: espero para eso el permiso de Petersburgo, lo que ordene el soberano, eso será. Pero de esto sigue, que podríamos aun vivir si no en una misma casa, pues en un mismo lugar, y mis cartas críticas-filosóficas no irían por correo, sino se entregarían en sus manos. Yo aún no pude acometer mi trabajo principal, La Odisea, hay que aletear antes de emprender el vuelo de nuevo. Y yo aleteé al terminar Rustem y Zorab, que (estoy seguro de eso) leerás con placer, ya que en ese fragmento, conformador de un todo, está la elevada poesía no de la antigua Grecia, no del culto Occidente, sino del fastuoso y ardiente Oriente3. Ahora copio y corrijo al mismo tiempo el poema. Me dará alegría escuchar cómo lo leerás de nuevo en voz alta ante mí, para las nuevas correcciones. Perdona. Ubril4 me informó que recibiste el endoso; es ridículo, de veras, que no me escribes nada de eso cuando, como sabes, el endoso me fue enviado a mí, y yo estoy obligado a darle cuenta de éste a ése, que me lo envió. Qué desorden exactamente en unos asuntos, donde es necesaria una precisión matemática. Mi esposa y todos mis parientes te reverencian amistosamente.

1Se refiere a la muerte de Mía Reitern, hermana de la esposa de Vasílii Zhukóvskii.
2Evgráf Reitern (pintor) y Elizaveta Zhukóvskaya, suegro y esposa de Vasílii Zhukovskii.
3El poema Rustam y Shorab es una versión libre de la traducción de F. Riukkert Roostem und Suhrab, eine Heldengeschichte in zwölf Büchern. Erlangen, 1838 (Rostem y Zurab es una narración épica en doce capítulos) que a la vez es una versión de un episodio del poema Shajname, de Firdusi (h. 932- h. 1020).
4Piótr Ubri (Ubril), enviado ruso en Alemania.

Imagen: Karl Friedrich Schinkel, Catedral sobre una ciudad, 1814.