domingo, 20 de julio de 2008

M.P. Pogódin a Gógol


Moscú, 8 de abril de 1847.

¡Tras la primera aquí te va la segunda carta, amabilísimo Nikolai Vasílievich! ¿Cómo andas ahora? ¿Qué tal tu salud? ¿Se serena acaso tu espíritu? Hace unas dos semanas que no estuve en la ciudad, no he visto a nadie, y no sé si alguien recibió carta tuya en este tiempo.
Continúo sobre el libro; me quedé, al parecer, en el prólogo. Conformado de anhelos y demandas físicas y morales imposibles, me pareció (y ahora, pasados tres meses, me parece) el fruto de una imaginación alterada, de un estado anormal. Estos fenómenos nos suceden por diversas razones: la soledad prolongada, la intensa cavilación solitaria, la actividad forzada e incluso por muchas razones físicas. Hace poco vi un pequeño ejemplo en Sheviriév1. Viene a verme un domingo y se queda media hora, habla con asunto, pero en sus ojos, su voz, sus movimientos y giros del habla advertí algo inusitado. Tras despedirlo, voy enseguida a donde un conocido, le pregunto de modo indirecto por sus últimas conferencias, y oigo muchas cosas que me confirman que está alarmado. Oigo que él ahora pues, polemiza en los periódicos con Melgunóv sobre beneficiencia2, y en La Hojita con un joven sobre educación. Mal asunto, pienso, voy a verlo a los dos días a una conferencia pública. Se trataba de La Odisea, ¿pero qué pues?, toda la discusión y todo tu libro se me traslucen a través de sus palabras, aunque éstas, al parecer, estaban dirigidas en otra dirección en absoluto, y él estaba totalmente fuera de sí. Me asusté, le escribí una carta al día siguiente, rogándole abandonar las polémicas superfluas, renunciar por un tiempo a la sociedad con sus rumores, cerrarle la puerta a los visitantes (para que el río vuelva a su cauce3). Gracias a Dios, la inquietud le pasó pronto y se tranquilizó poco a poco. En esa situación tomamos todo demasiado a pecho, y los objetos parecen desde otro ángulo totalmente. Acaso tú también, después de tu enfermedad, estuviste animado así, y escribiste tu testamento; acaso no tenías ninguna idea peculiar o alguna intención peculiar, como de costumbre en ti, de inventar, como jugando con bolitas, diversas cosas sabiondas; supongamos que, según tú, con buenos objetivos. Oh, amigo mío, Dios duerme en los corazones sencillos4, como dice el refrán ruso. Sencillez, sencillez, y cuídate de tener el juicio en los talones. ¡La soga se rompe por el lado más débil!
Regresemos al libro (que, a pesar de todo, no tengo en casa). Esto es lo que imaginé, cuando pensé en éste. Tú encaneciste en el cristianismo, pero no encaneciste por completo. No me pareció que éste penetrara tu alma, sino que sólo la cubrió.
Cristo dice constantemente: "No enseñen, no se hagan maestros" y tú te aprestas a enseñar, y enseñas a todos desde la primera hasta la última línea.
"No condenen", dice Cristo, y tú exactamente lo condenas todo.
"Acepten la bofetada", y a ti te parece que se deben dar bofetadas, y las das con más fuerza.
"Corríjanse en silencio", y tú lo haces como muestra.
Tú dices: yo le di mis vicios a los héroes de Las almas muertas y me hice mejor5. ¿Acaso no está claro, que eres demasiado inexperto en la auténtica vida cristiana? Un cristiano nunca dirá -no puede decir- que se liberó de tal vicio. Si dijera eso pues ya pecaría, ya caería y adquiriría un vicio mayor. Por esa misma razón me resultó muy extraño oir de alguien, que tú no fuiste este año a Jerusalén porque no estabas preparado. Sin embargo, si dijeras alguna vez que estás preparado, pues en ese mismo instante estarías tan lejos de Jerusalén, como nunca. La perfección se produce en nosotros de modo imperceptible, y es una pena si nos enamoramos de ésta. El crecimiento espiritual, como el crecimiento físico, es misterioso, y nunca estamos lejos del pecado. Estas observaciones me sirvieron siempre como prueba del pecado original, de la caída del hombre, y me dieron a entender la sabiduría de la expresión apostólica, de que todo hombre es una mentira.
Más adelante dices a menudo: yo soy pecador, no sirvo para nada, y por el estilo. Esos arrepentimientos pastorales no significan nada resueltamente, ¡y son muy fáciles de hacer! Iván Vasílievich6 nos aseguraba constantemente que era el pecador más arrepentido, y eso no le impedía, de todos modos, derramar sangre a cada instante. Nos es difícil reconocer en parte y decir: ayer ofendí a Iván por tal motivo, hoy condené a Fiódor, hace tres días me vengué de alguien, dije algo con intención. Tú, en todo tu libro, no dijiste ni una palabra humillante sobre ti, y todos vieron en éste orgullo y no humildad, como es en realidad: un orgullo secreto, oculto de ti bajo tu ilusoria ropa de humildad. Te parece que eres humilde, pero eres orgulloso. Yo no oí amor verdadero en tu libro, ni asimismo en tu primera carta a Aksákov, que exhalaba una frialdad, que estaba penetrada por la idea de un perfeccionamiento sólo propio, de un provecho propio, y que veía a los otros sólo como instrumentos. Esa carta me fue repulsiva a tal grado que yo, tras recibir tu última carta, de la que emanaba amor, no quería mostrársela a él, para no afligirlo con el contraste, pero oí de ellos que habían recibido, al mismo tiempo, una carta de ese género, entonces ya les leí la mía. Pero es tarde. Y no hay lugar. Adiós. Te abrazo. Hasta la semana que viene.

Tuyo, M. Pogódin.

1Stepán Sheviriév, poeta, crítico, traductor, editor, fundador de la revista El Heraldo de Moscú, profesor de literatura rusa en la Universidad de Moscú.
2Nikolai Melgunóv, escritor, compositor, crítico musical. La polémica de Mijaíl Pogódin con éste se desarrolla en las páginas de Las noticias moscovitas (Barsukóv, lib. 9, p. 69-72).
3Para que el río vuelva a su cauce (expresión popular), aproximadamente, para que las aguas tomen su nivel.
4Dios duerme en los corazones sencillos (refrán), aproximadamente, ...
5En los Pasajes selectos de la correspondencia con los amigos, Gógol escribe: "Yo ya me liberé de muchas de mis inmundicias, con que se las di a mis héroes, me reí de éstas en ellos y obligué a otros a reírse asimismo de ellos" (Acad., VIII, p. 296-297).
6Se supone Iván el Terrible.

Imagen: Karl Buchholz, La última nieve, 1889.