Mayo de 1848.
Al fin está en tierra rusa1, amabilísimo Nikolai Vasílievich, al fin le escribo, ¡y no al extranjero! ¡Seis años! Es suficiente. ¿Pero cómo hablarle ahora? Muchas cosas quedaron sin decir, y las palabras no dichas se quedan en el alma o dejan en ésta su huella. En todo caso, es necesario una franqueza absoluta: sin esa no pueden haber relaciones directas. Yo debo decirle todo lo que tengo en el alma. Es mejor no convenir de frente, o convenir de frente. En particular, cuando se tuvo una relación estrecha con una persona, tal franqueza absoluta es una necesidad imperiosa; quien piensa no en broma en una amistad estrecha, ése no empezará a turbarse o detenerse para decir, en su opinión, toda la verdad. Usted mismo, pienso, lo sabe, y no hay más nada que decir al respecto.
Yo le escribí una larga carta tras la salida a la luz de su libro, era bastante brusca, había escrito ya mucho, pero aún no la terminé, y la perdí. Pensando que acaso eso era mejor, que acaso no se debe dar rienda suelta a la indignación, cuando en el alma hay únicamente indignación, solamente, no empecé una nueva carta. Pero ahora usted ya está en Rusia; su sencilla esquela2 influyó de modo tan sencillo en nosotros que la indignación, en cuanto me parece, no me cegará. El padrecito también piensa en su esquela, ve en ésta líneas amistosas, sencillas. Nikolai Vasílievich, no tengo nada que decirle sobre nuestra amistad común y sobre la mía, aunque me parece que usted la entendía como una especie de apego subordinado por mi parte, cosa que nunca hubo: en ese sentimiento no hay solidez ni profundidad, no puede haber verdad, y lo fundamental, no hay libertad. Sea como sea, hace unos dos o tres años, no más acaso, usted no me pareció ya el mismo de antes. No pienso que yo me equivocaba, pienso que usted cambió. Si ve en éstas palabras mías una presunción, se equivoca. Sus importantes y aun más ostentosas cartas, con su profundidad de pensamiento, a menudo aparente, a menudo falso, sus benéficos encargos con su no sincero secreto, su perturbador prólogo a la segunda edición de Las almas muertas, finalmente su libro, que lo resolvía todo, me apartaron lejos de usted. Yo lo ataqué a usted en casa y en sociedad, casi con el mismo ardor con que antes lo defendía. No sé si le habrán llegado rumores al respecto, pienso que sí le llegaron. Sus cartas adicionales aumentaron aun más la indignación. El conocer a Smirnóva3 pues, su pupila, me lo explicó aun más a usted, su visión, su estado de alma y su doctrina falsa, mentirosa, totalmente opuesta a la franqueza y la sencillez. Cuando se habla de su libro, se habla asimismo de todo eso que en usted, como yo pienso, no es bueno.
En todo lo que usted escribió en sus cartas y en su libro, en particular, yo veo ante todo un defecto fundamental: la mentira. La mentira no en el sentido del engaño ni en el sentido del error, no, sino en el sentido de la insinceridad ante todo. La mentira interna del hombre consigo mismo, la no sencillez interna y la dobleza que aparece ante el mundo y ante el mismo hombre, tan pronto éste se expresa esa mentira como algo íntegro. Por eso éste no es menos culpable; es culpable porque permitió esa mentira, es culpable porque no la advirtió y la sacó de muestra aun con secreto orgullo. Esa mentira, la mentira interna, se disfraza ante todo con la ropa de la verdad, la sinceridad, la sencillez y la franqueza. Así es su libro. La mentira en los franceses, en ese pueblo de niños, de niños risibles y lastimeros (no en el sentido interno de la palabra, sino en el de su inmadurez externa) adquiere formas infladas, se disfraza de efecto, volviéndose inocentes por la limitación de su pueblo. ¿Pues qué? Y en usted se desató la naturaleza de la mentira, tiene unas frases infladas y tan álgidas, que es extraño cómo usted mismo no lo advirtió. Pero usted no es francés, y esas frases, en usted, no resultan ni risibles ni inocentes, sino perturbadoras. La mentira miente como verdad, y el orgullo se disfraza de humildad. Son tocadas las profundidades morales y ambos males coinciden. Así es su libro de nuevo. ¿O no ve usted el terrible orgullo vestido de harapos, que lleva éste como una ropa lujosa? En su libro no hay, incluso, ese arduo camino de sincera humillación por el que llega un hombre, a menudo con dolor, hasta la humildad, aunque a veces, ahí mismo, peque de orgullo; eso sin hablar de que usted, al principio con vergüenza, se puso los harapos del espíritu, y después se enorgulleció de éstos como si fueran alhajas. No, a usted francamente le gustó la humildad, francamente se enamoró de los harapos; usted adoptó la humildad, se envolvió en harapos muy satisfecho, la consiguió sin esfuerzo ni lucha: usted entendió la belleza de la humildad. El espejo interno se le aferró, lo acompañó a todas partes, hasta en los movimientos internos de su alma; usted ya alcanzó a mirarse por un instante en ese espejo. Usted muerde el polvo, y se ve a sí mismo cómo muerde el polvo.
¡Oh, el espejo, el espejo interno! ¡Oh, la coquetería interna! Es peor que la externa. Yo conozco ese pecado: yo mismo lo sufro. Pero me parece que lo veo y, por lo tanto, no predico la humildad, por que la valoro demasiado, y no me pongo de humilde. Desde hace ya tiempo aprecio mucho la sencillez, y cada día la aprecio más y más. Yo no veo sencillez en usted. Después: sus propias ideas son falsas, usted ha llegado a posiciones increíbles. Así es su carta sobre las siete partes4, inconcebible, perturbadora, ¡oh, cuánta picardía y artificio hay en ésta! Así es su carta a Zhukóvskii5, una carta que contradice tan fuertemente, en mi opinión, la fe ortodoxa. ¡Y acaso son pocos los otros lugares, falsos ya por su sentido en sus cartas!
Yo no empezaré a extenderme en detalles, sino le señalaré aun otro gran error suyo: el desprecio por el pueblo, por el simple pueblo ruso, por el campesino. Eso se expresa en su prólogo a la segunda edición de Las almas muertas, eso se expresa en sus cartas, en su libro, en particular, en su sermón al hacendado6, donde aparece de forma grosera e inculta un pueblo desconocido y, por desgracia, incluso insospechado por usted, y donde el hacendado está puesto por encima como hacendado, y en el sentido moral. ¡Extraña aristocracia moral, extraño cimiento de la dignidad espiritual! Sólo falta que diga, que quien tiene más almas es superior en el sentido moral. Esa es una falta grave: la adoración por el público y el desprecio por el pueblo7. ¿Conoce usted la famosa expresión del comisario de policía: “El público adelante, el pueblo atrás”? Eso podría convertirse en el epígrafe de la historia de Pedro, eso se oye en su libro. ¿Pero acaso no sabe usted, que habla de sencillez y humildad, que sencillez y humildad hay sólo en el campesino ruso? Por eso es tan superior, superior a todos nosotros, superior a los escritores y a quienes hablan a tontas y a locas de él sin conocerlo. ¿Cómo pudo pues suceder que usted, Nikolai Vasílievich, un hombre ruso, no entiende, no supone de tal modo al pueblo ruso, que usted, tan sincero en sus obras, se hizo tan profundamente insincero? La respuesta a esto es sencilla. ¿Acaso no fue usted quien con falsa sabiduría abandonó su tierra, huyó de Rusia y estuvo fuera de ésta seis años, no respiró su aire sagrado y moral? ¿Acaso no fue usted, prófugo de su tierra natal, quien vivió en Occidente y aspiró sus vapores pestilentes? ¿O piensa que el medio donde se encuentra un hombre no significa nada para él? ¿Acaso no fue usted quien se disponía a viajar a Jerusalén, seis años, donde el santo Pedro, en la Roma católica o en otras tierras? Usted no se preparó para esa hazaña ni en la catedral de Uspénskii, ni en la de Sofía, ni en la Rusia ortodoxa, ni en el desierto, ¡y mire lo que produjeron estos seis años! La hazaña está consumada. No hablo ni me atreveré a hablar de ésta, sino le hablo de su proceder antes de esa hazaña. No hay un nombre más sagrado que el de la Fe, y mientras más sagrado es ese nombre, más dolorosa es su prevaricación: así veo yo su proceder durante estos seis años. Yo considero su libro la expresión absoluta de todo el mal que se apoderó de usted en Occidente. Usted tuvo asunto con el Occidente, con esa encarnación del mentiroso, y su mentira lo penetró a usted.
Hay, me parece, otra razón: usted pecó ante su dignidad, su don, su creatividad. Al dejar de escribir y pensar en la hazaña de la vida, se convirtió a sí mismo, como hazaña de su vida privada, en objeto de creación; pero esa es otra cuestión, y lo que era sincero en el arte se hizo falso en la vida. El arte no es la vida. El arte es un engaño: éste puede ser sincero como engaño, pero se convertirá simplemente en un engaño, tan pronto se traslade a la vida. El arte está dividido por dentro de modo infalible: la vida es un asunto vivo íntegro. Un actor-creador es sencillo en la escena, pero el actor-creador más natural, en la vida, es un actor de todas formas. Su pecado es el pecado del artista. El artista se despojó del objeto de su labor creativa, y dirigió su labor creativa a sí mismo, y empezó a trabajarse ya por aquí, ya por allá, asimismo como un actor que, interpretado su papel a la perfección, dejado de actuar, empezara a actuar de sí mismo en la vida. Además de eso, a usted le encantó, como dije arriba, la belleza artística de la hazaña, se entregó a ésta, a esa peligrosa belleza que tanto engaña la fe y el sentimiento, y adquiere sus imágenes, que es tan seductora, hermosa y tan falsa en la auténtica vida real, y en la auténtica verdad absoluta.
Esto es lo que pienso de usted, lo que le expreso de modo directo. Pero sálveme Dios de pronunciarle una sentencia: al contrario, estoy seguro de que la santa Rusia es benévola con usted.
Yo le he escrito tanto sobre usted mismo, que ya es un poco hora de escribirle sobre mí; por lo demás, yo mismo quisiera decirle lo que pienso ahora, lo que tengo en el alma. Hace tanto tiempo que no hablábamos. Aunque, por lo que le he escrito de usted, ya tendrá una imagen de mis ideas, quisiera, en cuanto quepa en esta hoja, escribirle en particular sobre mí, aunque sea un poco. Acaso usted también nos escriba a nosotros.
Yo soy el mismo: estoy aun más por la tierra rusa, estoy aun con más fuerza contra Occidente pero, al parecer, mi visión de uno y de otro se ha hecho más clara, y he conocido más. La bella mentira, los bellos efectos de Occidente, que con lo mismo excluyen ya la verdad, me son repulsivos en alto grado. La pertenencia inalienable a Occidente es una estampa, aunque la mentira del fundamento no está en ésta. ¡Y qué poderosa es la estampa sobre el hombre! En su honor se hacen muchas obras brillantes pero, en esencia, infructíferas. Esa mentira ha penetrado la verdad de la vida rusa. La influencia occidental existe en nuestro país, y cede ante el principio ruso con lentitud. ¿Y además, cómo no va éste a ser fuerte, cuando aquella condesciende a todos los vicios del hombre, libera del trabajo y la sencillez de la verdad y le ofrece una mentira graciosa, ligera, bella e ingeniosa? Los últimos sucesos de Europa occidental han revelado toda su pudrición8. Quizás ahora entienda nuestra sociedad el mal de la influencia occidental y, viendo que está entre nosotros, intentará liberarse de ésta con todas sus tentaciones, y acercarse a la vida popular rusa. Yo soy el mismo pero, no obstante, he cambiado mucho, Nikolai Vasílievich. Abandoné la filosofía alemana, la vida y la historia rusas se me hicieron más cercanas; lo principal, lo fundamental para mí es eso, sobre lo que usted piensa y habla, la fe, la fe ortodoxa. Confieso que, cuando hallaba en su libro sus palabras sobre ésta, que la contradecían, eso me ofendía aun más. Yo, al parecer, me hice más serio, aunque pienso, no en mi aspecto. ¿Leyó acaso el artículo de Jomiakóv en la Selección moscovita9? Usted observó la tendencia rusa muy erróneamente: por sus palabras, expresadas con bastante ligereza, se ve que no la conoce en absoluto10. Espero que esta carta no sea tomada con enemistad. Yo le escribo como antes. Adiós, amabilísimo Nikolai Vasílievich, lo abrazo.
Espero, suyo como antes, Konstantín Aksákov.
1Gógol regresa a Rusia en abril de 1848. El 9 de mayo arriba a Vasílievka, gobierno de Poltáva.
2No se conserva.
3Alexándra Smirnóva (Rossetti de nacimiento), dama de compañía de la zarina, esposa del gobernador de Kalúga, amiga de Vasílii Zhukóvskii y Alexánder Púshkin.
4En Qué puede ser la esposa para el esposo en la simple vida hogareña ante el actual orden de cosas en Rusia, Gógol recomienda, como un medio para llevar exitosamente las cuestiones hogareñas, la división del dinero en siete partes correspondientes a las diversas esferas de gasto.
5La ilustración, capítulo de los Pasajes selectos...
6Al hacendado ruso, capítulo de los Pasajes selectos...
7En su artículo Una experiencia sobre los sinónimos. El público, el pueblo, Konstantín Aksákov escribe: "El público aparece ante el pueblo como su expresión privilegiada: en realidad, el público es la tergiversación de las ideas del pueblo. <...> el público sólo tiene ciento ciencuenta años, y los años del pueblo no los cuentas".
8Se refiere a los acontecimientos revolucionarios de 1848, en Francia.
9Sobre la posibilidad de la escuela artística rusa (Selección literaria y científica moscovita del año 1848, M., 1847).
10Probablemente, se refiere al capítulo Discusiones de los Pasajes selectos...
Imagen: Vasiliy Polenov, Moscow Backyard, 1878.
Yo le escribí una larga carta tras la salida a la luz de su libro, era bastante brusca, había escrito ya mucho, pero aún no la terminé, y la perdí. Pensando que acaso eso era mejor, que acaso no se debe dar rienda suelta a la indignación, cuando en el alma hay únicamente indignación, solamente, no empecé una nueva carta. Pero ahora usted ya está en Rusia; su sencilla esquela2 influyó de modo tan sencillo en nosotros que la indignación, en cuanto me parece, no me cegará. El padrecito también piensa en su esquela, ve en ésta líneas amistosas, sencillas. Nikolai Vasílievich, no tengo nada que decirle sobre nuestra amistad común y sobre la mía, aunque me parece que usted la entendía como una especie de apego subordinado por mi parte, cosa que nunca hubo: en ese sentimiento no hay solidez ni profundidad, no puede haber verdad, y lo fundamental, no hay libertad. Sea como sea, hace unos dos o tres años, no más acaso, usted no me pareció ya el mismo de antes. No pienso que yo me equivocaba, pienso que usted cambió. Si ve en éstas palabras mías una presunción, se equivoca. Sus importantes y aun más ostentosas cartas, con su profundidad de pensamiento, a menudo aparente, a menudo falso, sus benéficos encargos con su no sincero secreto, su perturbador prólogo a la segunda edición de Las almas muertas, finalmente su libro, que lo resolvía todo, me apartaron lejos de usted. Yo lo ataqué a usted en casa y en sociedad, casi con el mismo ardor con que antes lo defendía. No sé si le habrán llegado rumores al respecto, pienso que sí le llegaron. Sus cartas adicionales aumentaron aun más la indignación. El conocer a Smirnóva3 pues, su pupila, me lo explicó aun más a usted, su visión, su estado de alma y su doctrina falsa, mentirosa, totalmente opuesta a la franqueza y la sencillez. Cuando se habla de su libro, se habla asimismo de todo eso que en usted, como yo pienso, no es bueno.
En todo lo que usted escribió en sus cartas y en su libro, en particular, yo veo ante todo un defecto fundamental: la mentira. La mentira no en el sentido del engaño ni en el sentido del error, no, sino en el sentido de la insinceridad ante todo. La mentira interna del hombre consigo mismo, la no sencillez interna y la dobleza que aparece ante el mundo y ante el mismo hombre, tan pronto éste se expresa esa mentira como algo íntegro. Por eso éste no es menos culpable; es culpable porque permitió esa mentira, es culpable porque no la advirtió y la sacó de muestra aun con secreto orgullo. Esa mentira, la mentira interna, se disfraza ante todo con la ropa de la verdad, la sinceridad, la sencillez y la franqueza. Así es su libro. La mentira en los franceses, en ese pueblo de niños, de niños risibles y lastimeros (no en el sentido interno de la palabra, sino en el de su inmadurez externa) adquiere formas infladas, se disfraza de efecto, volviéndose inocentes por la limitación de su pueblo. ¿Pues qué? Y en usted se desató la naturaleza de la mentira, tiene unas frases infladas y tan álgidas, que es extraño cómo usted mismo no lo advirtió. Pero usted no es francés, y esas frases, en usted, no resultan ni risibles ni inocentes, sino perturbadoras. La mentira miente como verdad, y el orgullo se disfraza de humildad. Son tocadas las profundidades morales y ambos males coinciden. Así es su libro de nuevo. ¿O no ve usted el terrible orgullo vestido de harapos, que lleva éste como una ropa lujosa? En su libro no hay, incluso, ese arduo camino de sincera humillación por el que llega un hombre, a menudo con dolor, hasta la humildad, aunque a veces, ahí mismo, peque de orgullo; eso sin hablar de que usted, al principio con vergüenza, se puso los harapos del espíritu, y después se enorgulleció de éstos como si fueran alhajas. No, a usted francamente le gustó la humildad, francamente se enamoró de los harapos; usted adoptó la humildad, se envolvió en harapos muy satisfecho, la consiguió sin esfuerzo ni lucha: usted entendió la belleza de la humildad. El espejo interno se le aferró, lo acompañó a todas partes, hasta en los movimientos internos de su alma; usted ya alcanzó a mirarse por un instante en ese espejo. Usted muerde el polvo, y se ve a sí mismo cómo muerde el polvo.
¡Oh, el espejo, el espejo interno! ¡Oh, la coquetería interna! Es peor que la externa. Yo conozco ese pecado: yo mismo lo sufro. Pero me parece que lo veo y, por lo tanto, no predico la humildad, por que la valoro demasiado, y no me pongo de humilde. Desde hace ya tiempo aprecio mucho la sencillez, y cada día la aprecio más y más. Yo no veo sencillez en usted. Después: sus propias ideas son falsas, usted ha llegado a posiciones increíbles. Así es su carta sobre las siete partes4, inconcebible, perturbadora, ¡oh, cuánta picardía y artificio hay en ésta! Así es su carta a Zhukóvskii5, una carta que contradice tan fuertemente, en mi opinión, la fe ortodoxa. ¡Y acaso son pocos los otros lugares, falsos ya por su sentido en sus cartas!
Yo no empezaré a extenderme en detalles, sino le señalaré aun otro gran error suyo: el desprecio por el pueblo, por el simple pueblo ruso, por el campesino. Eso se expresa en su prólogo a la segunda edición de Las almas muertas, eso se expresa en sus cartas, en su libro, en particular, en su sermón al hacendado6, donde aparece de forma grosera e inculta un pueblo desconocido y, por desgracia, incluso insospechado por usted, y donde el hacendado está puesto por encima como hacendado, y en el sentido moral. ¡Extraña aristocracia moral, extraño cimiento de la dignidad espiritual! Sólo falta que diga, que quien tiene más almas es superior en el sentido moral. Esa es una falta grave: la adoración por el público y el desprecio por el pueblo7. ¿Conoce usted la famosa expresión del comisario de policía: “El público adelante, el pueblo atrás”? Eso podría convertirse en el epígrafe de la historia de Pedro, eso se oye en su libro. ¿Pero acaso no sabe usted, que habla de sencillez y humildad, que sencillez y humildad hay sólo en el campesino ruso? Por eso es tan superior, superior a todos nosotros, superior a los escritores y a quienes hablan a tontas y a locas de él sin conocerlo. ¿Cómo pudo pues suceder que usted, Nikolai Vasílievich, un hombre ruso, no entiende, no supone de tal modo al pueblo ruso, que usted, tan sincero en sus obras, se hizo tan profundamente insincero? La respuesta a esto es sencilla. ¿Acaso no fue usted quien con falsa sabiduría abandonó su tierra, huyó de Rusia y estuvo fuera de ésta seis años, no respiró su aire sagrado y moral? ¿Acaso no fue usted, prófugo de su tierra natal, quien vivió en Occidente y aspiró sus vapores pestilentes? ¿O piensa que el medio donde se encuentra un hombre no significa nada para él? ¿Acaso no fue usted quien se disponía a viajar a Jerusalén, seis años, donde el santo Pedro, en la Roma católica o en otras tierras? Usted no se preparó para esa hazaña ni en la catedral de Uspénskii, ni en la de Sofía, ni en la Rusia ortodoxa, ni en el desierto, ¡y mire lo que produjeron estos seis años! La hazaña está consumada. No hablo ni me atreveré a hablar de ésta, sino le hablo de su proceder antes de esa hazaña. No hay un nombre más sagrado que el de la Fe, y mientras más sagrado es ese nombre, más dolorosa es su prevaricación: así veo yo su proceder durante estos seis años. Yo considero su libro la expresión absoluta de todo el mal que se apoderó de usted en Occidente. Usted tuvo asunto con el Occidente, con esa encarnación del mentiroso, y su mentira lo penetró a usted.
Hay, me parece, otra razón: usted pecó ante su dignidad, su don, su creatividad. Al dejar de escribir y pensar en la hazaña de la vida, se convirtió a sí mismo, como hazaña de su vida privada, en objeto de creación; pero esa es otra cuestión, y lo que era sincero en el arte se hizo falso en la vida. El arte no es la vida. El arte es un engaño: éste puede ser sincero como engaño, pero se convertirá simplemente en un engaño, tan pronto se traslade a la vida. El arte está dividido por dentro de modo infalible: la vida es un asunto vivo íntegro. Un actor-creador es sencillo en la escena, pero el actor-creador más natural, en la vida, es un actor de todas formas. Su pecado es el pecado del artista. El artista se despojó del objeto de su labor creativa, y dirigió su labor creativa a sí mismo, y empezó a trabajarse ya por aquí, ya por allá, asimismo como un actor que, interpretado su papel a la perfección, dejado de actuar, empezara a actuar de sí mismo en la vida. Además de eso, a usted le encantó, como dije arriba, la belleza artística de la hazaña, se entregó a ésta, a esa peligrosa belleza que tanto engaña la fe y el sentimiento, y adquiere sus imágenes, que es tan seductora, hermosa y tan falsa en la auténtica vida real, y en la auténtica verdad absoluta.
Esto es lo que pienso de usted, lo que le expreso de modo directo. Pero sálveme Dios de pronunciarle una sentencia: al contrario, estoy seguro de que la santa Rusia es benévola con usted.
Yo le he escrito tanto sobre usted mismo, que ya es un poco hora de escribirle sobre mí; por lo demás, yo mismo quisiera decirle lo que pienso ahora, lo que tengo en el alma. Hace tanto tiempo que no hablábamos. Aunque, por lo que le he escrito de usted, ya tendrá una imagen de mis ideas, quisiera, en cuanto quepa en esta hoja, escribirle en particular sobre mí, aunque sea un poco. Acaso usted también nos escriba a nosotros.
Yo soy el mismo: estoy aun más por la tierra rusa, estoy aun con más fuerza contra Occidente pero, al parecer, mi visión de uno y de otro se ha hecho más clara, y he conocido más. La bella mentira, los bellos efectos de Occidente, que con lo mismo excluyen ya la verdad, me son repulsivos en alto grado. La pertenencia inalienable a Occidente es una estampa, aunque la mentira del fundamento no está en ésta. ¡Y qué poderosa es la estampa sobre el hombre! En su honor se hacen muchas obras brillantes pero, en esencia, infructíferas. Esa mentira ha penetrado la verdad de la vida rusa. La influencia occidental existe en nuestro país, y cede ante el principio ruso con lentitud. ¿Y además, cómo no va éste a ser fuerte, cuando aquella condesciende a todos los vicios del hombre, libera del trabajo y la sencillez de la verdad y le ofrece una mentira graciosa, ligera, bella e ingeniosa? Los últimos sucesos de Europa occidental han revelado toda su pudrición8. Quizás ahora entienda nuestra sociedad el mal de la influencia occidental y, viendo que está entre nosotros, intentará liberarse de ésta con todas sus tentaciones, y acercarse a la vida popular rusa. Yo soy el mismo pero, no obstante, he cambiado mucho, Nikolai Vasílievich. Abandoné la filosofía alemana, la vida y la historia rusas se me hicieron más cercanas; lo principal, lo fundamental para mí es eso, sobre lo que usted piensa y habla, la fe, la fe ortodoxa. Confieso que, cuando hallaba en su libro sus palabras sobre ésta, que la contradecían, eso me ofendía aun más. Yo, al parecer, me hice más serio, aunque pienso, no en mi aspecto. ¿Leyó acaso el artículo de Jomiakóv en la Selección moscovita9? Usted observó la tendencia rusa muy erróneamente: por sus palabras, expresadas con bastante ligereza, se ve que no la conoce en absoluto10. Espero que esta carta no sea tomada con enemistad. Yo le escribo como antes. Adiós, amabilísimo Nikolai Vasílievich, lo abrazo.
Espero, suyo como antes, Konstantín Aksákov.
1Gógol regresa a Rusia en abril de 1848. El 9 de mayo arriba a Vasílievka, gobierno de Poltáva.
2No se conserva.
3Alexándra Smirnóva (Rossetti de nacimiento), dama de compañía de la zarina, esposa del gobernador de Kalúga, amiga de Vasílii Zhukóvskii y Alexánder Púshkin.
4En Qué puede ser la esposa para el esposo en la simple vida hogareña ante el actual orden de cosas en Rusia, Gógol recomienda, como un medio para llevar exitosamente las cuestiones hogareñas, la división del dinero en siete partes correspondientes a las diversas esferas de gasto.
5La ilustración, capítulo de los Pasajes selectos...
6Al hacendado ruso, capítulo de los Pasajes selectos...
7En su artículo Una experiencia sobre los sinónimos. El público, el pueblo, Konstantín Aksákov escribe: "El público aparece ante el pueblo como su expresión privilegiada: en realidad, el público es la tergiversación de las ideas del pueblo. <...> el público sólo tiene ciento ciencuenta años, y los años del pueblo no los cuentas".
8Se refiere a los acontecimientos revolucionarios de 1848, en Francia.
9Sobre la posibilidad de la escuela artística rusa (Selección literaria y científica moscovita del año 1848, M., 1847).
10Probablemente, se refiere al capítulo Discusiones de los Pasajes selectos...
Imagen: Vasiliy Polenov, Moscow Backyard, 1878.