Nápoles, 30 de enero (11 de febrero) de 1847.
Recibí tu carta con la noticia de que Yazíkov1 ya no está. ¡Así, esa alma celestial, despejada ya está en los cielos! De todos mis amigos, él tenía más que otros ciertas peculiaridades que estaban también en mi naturaleza, y que no reveló, sin embargo, ni en sus obras ni incluso en sus pláticas con otros, y que fueron la razón de que existiera entre nosotros una amistad estrecha. Nuestras ideas y gustos eran casi afines. Pero el juicio y la pureza de un adolescente, que yo no tenía, brillaban al mismo tiempo en sus palabras. ¡Qué bueno era conmigo y cuánto me quería! ¡Oh!, que Dios nos conceda a todos cumplir nuestro deber en la tierra con honradez, para merecer la beatitud y el regocijo celestiales junto a él, con quien era tan agradable platicar ya aquí en la tierra, como si platicaras con un ángel en los cielos. Te agradezco por que, finalmente, hablaste conmigo con franqueza y te atreviste a hacerme reproches. Yo los espero de todas partes, los busco en todos, aunque nadie cree aún en mis palabras y piensan que le tomo el pelo a las personas. En tus reproches hay su parte justa e injusta, pero una y otra son preciosas para mí porque me demuestran, en primer lugar, cómo soy a tus ojos; y en segundo, me obligan de todas formas, una vez más, a observarme y examinarme con más severidad. Esto es lo que considero necesario decirte ahora como respuesta a ésos, decirte no para justificarme, sino para apartar de tus pensamientos esa inquietud por mí que, como advierto, sembraron en ti mis palabras expresadas con embarazo e irreflexión. Empezaré por que tu comparación de mí con la princesa Volkónskaya2 respecto a las exaltaciones religiosas, la autocomplacencia y la aspiración a la voluntad de Dios para mí de modo personal, así como tu descubrimiento en mí de rasgos de catolicismo me parecieron incorrectos. En lo que respecta a la princesa Volkónskaya, pues hace tiempo que no la he visto, no me asomé a su alma; además, ese es un asunto de tal género, cuya verdad auténtica puede saber sólo Dios; y en lo que respecta al catolicismo, pues te diré que llegué a Cristo más bien por la vía protestante que por la católica. El análisis del alma humana de forma tal, como no hacen los otros hombres, fue la razón de que yo me encontrara con Cristo, asombrándome antes de su sabiduría humana y de su conocimiento del alma nunca antes visto, y ya después inclinándome ante su divinidad. Exaltación en mí no hay, sino más bien cálculo aritmético; yo simplemente, sin acalorarme ni apurarme, reúno las cifras, y las sumas salen por sí mismas. En las teorías no fundamento nada asimismo, porque yo no leo nada, excepto documentos estadísticos de todo género sobre Rusia, y el contenido particular de los libros. Respecto a la dedicatoria a Pogódin3 caíste en un extravío asimismo. Yo hace tiempo ya, gracias a Dios, que no estoy enojado con nadie. Pero para la dedicatoria escogí, a propósito, las palabras más ásperas, deseando destacar a sus ojos esos defectos, que a él le parecen pequeños y no importantes, e incluso herirle un poco el alma. ¿Qué hacer pues? Hay hombres a los que no lograrás soltarle la lengua como es debido, hasta que no los enojes. Además, yo lo obsequié con lo mismo que me obsequio a mí a diario, y con lo que desearía me agasajaran los otros más a menudo. Por lo demás, en vano tienes tan mal concepto de Pogódin. Él es mucho mejor de lo que te imaginas, y en particular ahora. Es generoso, y eso constituyó siempre el rasgo principal de su carácter, a pesar de todos sus defectos: él mismo empezará a zaherirse y abatirse, precisamente, con mis palabras, con esas mismas que yo escogí para su dedicatoria. Como prueba de que yo no guardo nada en mi alma en contra suya, te adjunto a ésta una esquela para él mismo. Finalmente, en conclusión y gratitud por los reproches, te agregaré aquí un reproche para ti, un reproche por esa afición que advirtieron en ti no sólo yo, sino todos esos que te conocen o leyeron tus obras. El espíritu de afición en ti se oyó siempre en todo. Afición a la tierra, a las personas, incluso a alguna idea propia, personal, que ajustas y aplicas a todo por largo tiempo. ¡Acaso no decían casi todos hace poco, que Sheviriév no se las puede arreglar sin Italia, y la pega donde quiera que sea, venga o no venga al caso! Ese espíritu de afición empezó a desaparecer en ti en tus últimas obras, a medida que empezaste a acercarte al término medio de todo. Éste no lo hay casi del todo en tu curso4. Yo pensaba que ya había desaparecido en ti. Pero ahora veo que se conservó, aún con toda su fuerza, hacia esas personas que quieres. Tú no ves los defectos de éstas; y si los ves no lo expresas, tú le expresas los defectos sólo a tus enemigos, o a esos que te afligieron. Y entre nosotros, ¿para qué ese cuidado de no quemarte de algún modo con la palabra? Mejor hubieras observado ese cuidado, en tus disputas anteriores con Bielínskii5 y con los otros literatos; el endulzar se puede emplear en un asunto con unas personas, que están en un escalón de educación inferior al nuestro, pero nosotros, gracias a Dios, no somos niños. Y ya es hora de que seamos, finalmente, hombres. ¿Para qué pues nos llamamos escogidos y mejores que los demás, cuando no sabemos soportar eso, que no sólo soporta fácilmente un campesino sino que, incluso, recibe con gratitud como la mejor dádiva? ¿Pero y a qué, por ejemplo, se parece tu actual proceder conmigo? Durante largo tiempo estuviste callado, me ocultaste todos los sentimientos y pensamientos sobre mí, y sólo ante la tumba de Yazíkov te atreviste a hablar, expresando que sólo la tumba de Yazíkov te infundió valor. ¿Y qué soy yo pues? ¿Una fiera feroz, a la que sólo pisar da miedo? ¿Te comería, o qué? ¡Debería darte vergüenza! Un amigo así nunca puede ser totalmente útil. En verdad, no deberías ocultarme tampoco esos pensamientos tuyos sobre mí, que te parecieron a ti mismo infundados, sin perturbarte incluso con el temor de decir una estupidez o equivocarte. Todos somos personas, y por eso a cada paso decimos estupideces y nos equivocamos. Que yo soy reservado, eso es otra cosa en absoluto. Yo soy reservado por el temor a desatar con mis palabras nubes enteras de malentendidos, como todas las que tuve ocasión de producir hasta ahora; yo soy reservado por que no maduré aún, y siento que aún no puedo expresarme de modo tan asequible y entendible, para que me entiendan como es debido. Pero para ti, incluso, es un pecado ser reservado conmigo, yo te entendería. Ahora me trajeron tu carta con el endoso adjunto. Me lo enviaste en vano, dinero yo por ahora no necesito. La confusión en cuanto a mi libro en Petersburgo, y otros obstáculos imprevistos aplazaron mi partida al Oriente, y por eso guarda el dinero contigo hasta mi demanda. Yo ya recibí dinero de Pletnióv6, junto con la noticia de la salida de mi libro deformado por la censura. Pletnióv cometió una imprudencia imperdonable al apurarse con su publicación, y no esperar mis disposiciones respecto a los artículos más significativos, no incluidos en éste. Salió en lugar de un libro grueso y sólido algo extraño, ni libro ni folleto. La continuidad y la relación, todo se perdió. En el desaliento, por supuesto, no caí, porque conozco el alma elevada del soberano y no dudo de la autorización, pero todo es un poco desagradable. En mi carta anterior te encargaba la segunda edición del libro en su forma completa. Pero ahora veo que eso retardará su aparición; el envío, la lentitud de las tipografías moscovitas, finalmente, los malentendidos que se pueden producir, con motivo de las adiciones de todos los lugares suprimidos y su distribución conveniente, todo eso me obliga a encargar esa obra a Pletnióv de nuevo. No olvides, sin embargo, trasmitirme todas las opiniones sobre ese hueso pelado que apareció publicado, tanto las tuyas como las otras; encarga a otros averiguar qué hablan de éste en todas las capas de la sociedad, sin excluir incluso al personal doméstico; y por eso ruega a todas las personas benéficas comprar el libro, y regalarlo a las personas simples e indigentes. Aún te rogaré por una bondad. Mi buen Yazíkov ya no está en la tierra, y por eso no hay nadie que me mime con el envío de libros, con el gusto y la alegría con que lo hacía él, y por eso no olvides enviarme siquiera de vez en cuando, si te enteras de alguien que se dirige al extranjero. Yo ahora quisiera tener los anales rusos, editados por la Comisión Arqueológica7, -éstos, al parecer, ya son tres, si no cuatro tomos- y de Snieguirióv La descripción de las fiestas y las diversiones rusas, agregándole su libro Los rusos en sus refranes8. Quien los tome, si no los trae hasta Nápoles, pues se los puede dejar en Francfort a Zhukóvskii. Por esos libros le rogué hace poco a Yazíkov en una pequeña esquela9, incluida en una carta a ti, sin saber que él ya estaba muerto en el instante que yo le escribía.
1Nikolai Yazíkov, poeta, miembro del círculo pushkiniano, amigo cercano de Antón Delvig y Nikolai Gógol, entre otros escritores.
2Zinaída Volkónskaya (Bielosiélskaya-Bieloziérskaya de nacimiento), princesa, escritora, dueña de un salón literario-musical.
3Mijaíl Pogódin, profesor de la Universidad de Moscú, académico, historiador, dramaturgo, editor de las revistas El Heraldo de Moscú y El Moscovita.
4Curso sobre Historia de la literatura rusa.
5Stepán Sheviriév y Vissarión Bielínskii mantienen una polémica constante que comienza en 1836, con el artículo de Bielínskii Sobre la crítica y los juicios literarios de El Observador moscovita, y se agudiza a principios de 1840.
6Piótr Pletnióv, escritor, crítico, profesor del Instituto Patriótico, editor de la revista El contemporáneo, rector de la Universidad de San Petersburgo.
7En 1841-1846, la Comisión Arqueológica de Petersburgo edita Los anales rusos en tres tomos.
8Se trata de los libros de Iván Snieguirióv Las fiestas populares y los rituales supersticiosos rusos (M., 1837-1839) y Los rusos en sus refranes. Examen e investigación de los refranes y proverbios nacionales (M., 1831-1834).
9Carta de Gógol a Nikolai Yazíkov del 8 (20) de enero de 1847.
Imagen: John Michael Groves, The straits of Hormuz, XX.
Recibí tu carta con la noticia de que Yazíkov1 ya no está. ¡Así, esa alma celestial, despejada ya está en los cielos! De todos mis amigos, él tenía más que otros ciertas peculiaridades que estaban también en mi naturaleza, y que no reveló, sin embargo, ni en sus obras ni incluso en sus pláticas con otros, y que fueron la razón de que existiera entre nosotros una amistad estrecha. Nuestras ideas y gustos eran casi afines. Pero el juicio y la pureza de un adolescente, que yo no tenía, brillaban al mismo tiempo en sus palabras. ¡Qué bueno era conmigo y cuánto me quería! ¡Oh!, que Dios nos conceda a todos cumplir nuestro deber en la tierra con honradez, para merecer la beatitud y el regocijo celestiales junto a él, con quien era tan agradable platicar ya aquí en la tierra, como si platicaras con un ángel en los cielos. Te agradezco por que, finalmente, hablaste conmigo con franqueza y te atreviste a hacerme reproches. Yo los espero de todas partes, los busco en todos, aunque nadie cree aún en mis palabras y piensan que le tomo el pelo a las personas. En tus reproches hay su parte justa e injusta, pero una y otra son preciosas para mí porque me demuestran, en primer lugar, cómo soy a tus ojos; y en segundo, me obligan de todas formas, una vez más, a observarme y examinarme con más severidad. Esto es lo que considero necesario decirte ahora como respuesta a ésos, decirte no para justificarme, sino para apartar de tus pensamientos esa inquietud por mí que, como advierto, sembraron en ti mis palabras expresadas con embarazo e irreflexión. Empezaré por que tu comparación de mí con la princesa Volkónskaya2 respecto a las exaltaciones religiosas, la autocomplacencia y la aspiración a la voluntad de Dios para mí de modo personal, así como tu descubrimiento en mí de rasgos de catolicismo me parecieron incorrectos. En lo que respecta a la princesa Volkónskaya, pues hace tiempo que no la he visto, no me asomé a su alma; además, ese es un asunto de tal género, cuya verdad auténtica puede saber sólo Dios; y en lo que respecta al catolicismo, pues te diré que llegué a Cristo más bien por la vía protestante que por la católica. El análisis del alma humana de forma tal, como no hacen los otros hombres, fue la razón de que yo me encontrara con Cristo, asombrándome antes de su sabiduría humana y de su conocimiento del alma nunca antes visto, y ya después inclinándome ante su divinidad. Exaltación en mí no hay, sino más bien cálculo aritmético; yo simplemente, sin acalorarme ni apurarme, reúno las cifras, y las sumas salen por sí mismas. En las teorías no fundamento nada asimismo, porque yo no leo nada, excepto documentos estadísticos de todo género sobre Rusia, y el contenido particular de los libros. Respecto a la dedicatoria a Pogódin3 caíste en un extravío asimismo. Yo hace tiempo ya, gracias a Dios, que no estoy enojado con nadie. Pero para la dedicatoria escogí, a propósito, las palabras más ásperas, deseando destacar a sus ojos esos defectos, que a él le parecen pequeños y no importantes, e incluso herirle un poco el alma. ¿Qué hacer pues? Hay hombres a los que no lograrás soltarle la lengua como es debido, hasta que no los enojes. Además, yo lo obsequié con lo mismo que me obsequio a mí a diario, y con lo que desearía me agasajaran los otros más a menudo. Por lo demás, en vano tienes tan mal concepto de Pogódin. Él es mucho mejor de lo que te imaginas, y en particular ahora. Es generoso, y eso constituyó siempre el rasgo principal de su carácter, a pesar de todos sus defectos: él mismo empezará a zaherirse y abatirse, precisamente, con mis palabras, con esas mismas que yo escogí para su dedicatoria. Como prueba de que yo no guardo nada en mi alma en contra suya, te adjunto a ésta una esquela para él mismo. Finalmente, en conclusión y gratitud por los reproches, te agregaré aquí un reproche para ti, un reproche por esa afición que advirtieron en ti no sólo yo, sino todos esos que te conocen o leyeron tus obras. El espíritu de afición en ti se oyó siempre en todo. Afición a la tierra, a las personas, incluso a alguna idea propia, personal, que ajustas y aplicas a todo por largo tiempo. ¡Acaso no decían casi todos hace poco, que Sheviriév no se las puede arreglar sin Italia, y la pega donde quiera que sea, venga o no venga al caso! Ese espíritu de afición empezó a desaparecer en ti en tus últimas obras, a medida que empezaste a acercarte al término medio de todo. Éste no lo hay casi del todo en tu curso4. Yo pensaba que ya había desaparecido en ti. Pero ahora veo que se conservó, aún con toda su fuerza, hacia esas personas que quieres. Tú no ves los defectos de éstas; y si los ves no lo expresas, tú le expresas los defectos sólo a tus enemigos, o a esos que te afligieron. Y entre nosotros, ¿para qué ese cuidado de no quemarte de algún modo con la palabra? Mejor hubieras observado ese cuidado, en tus disputas anteriores con Bielínskii5 y con los otros literatos; el endulzar se puede emplear en un asunto con unas personas, que están en un escalón de educación inferior al nuestro, pero nosotros, gracias a Dios, no somos niños. Y ya es hora de que seamos, finalmente, hombres. ¿Para qué pues nos llamamos escogidos y mejores que los demás, cuando no sabemos soportar eso, que no sólo soporta fácilmente un campesino sino que, incluso, recibe con gratitud como la mejor dádiva? ¿Pero y a qué, por ejemplo, se parece tu actual proceder conmigo? Durante largo tiempo estuviste callado, me ocultaste todos los sentimientos y pensamientos sobre mí, y sólo ante la tumba de Yazíkov te atreviste a hablar, expresando que sólo la tumba de Yazíkov te infundió valor. ¿Y qué soy yo pues? ¿Una fiera feroz, a la que sólo pisar da miedo? ¿Te comería, o qué? ¡Debería darte vergüenza! Un amigo así nunca puede ser totalmente útil. En verdad, no deberías ocultarme tampoco esos pensamientos tuyos sobre mí, que te parecieron a ti mismo infundados, sin perturbarte incluso con el temor de decir una estupidez o equivocarte. Todos somos personas, y por eso a cada paso decimos estupideces y nos equivocamos. Que yo soy reservado, eso es otra cosa en absoluto. Yo soy reservado por el temor a desatar con mis palabras nubes enteras de malentendidos, como todas las que tuve ocasión de producir hasta ahora; yo soy reservado por que no maduré aún, y siento que aún no puedo expresarme de modo tan asequible y entendible, para que me entiendan como es debido. Pero para ti, incluso, es un pecado ser reservado conmigo, yo te entendería. Ahora me trajeron tu carta con el endoso adjunto. Me lo enviaste en vano, dinero yo por ahora no necesito. La confusión en cuanto a mi libro en Petersburgo, y otros obstáculos imprevistos aplazaron mi partida al Oriente, y por eso guarda el dinero contigo hasta mi demanda. Yo ya recibí dinero de Pletnióv6, junto con la noticia de la salida de mi libro deformado por la censura. Pletnióv cometió una imprudencia imperdonable al apurarse con su publicación, y no esperar mis disposiciones respecto a los artículos más significativos, no incluidos en éste. Salió en lugar de un libro grueso y sólido algo extraño, ni libro ni folleto. La continuidad y la relación, todo se perdió. En el desaliento, por supuesto, no caí, porque conozco el alma elevada del soberano y no dudo de la autorización, pero todo es un poco desagradable. En mi carta anterior te encargaba la segunda edición del libro en su forma completa. Pero ahora veo que eso retardará su aparición; el envío, la lentitud de las tipografías moscovitas, finalmente, los malentendidos que se pueden producir, con motivo de las adiciones de todos los lugares suprimidos y su distribución conveniente, todo eso me obliga a encargar esa obra a Pletnióv de nuevo. No olvides, sin embargo, trasmitirme todas las opiniones sobre ese hueso pelado que apareció publicado, tanto las tuyas como las otras; encarga a otros averiguar qué hablan de éste en todas las capas de la sociedad, sin excluir incluso al personal doméstico; y por eso ruega a todas las personas benéficas comprar el libro, y regalarlo a las personas simples e indigentes. Aún te rogaré por una bondad. Mi buen Yazíkov ya no está en la tierra, y por eso no hay nadie que me mime con el envío de libros, con el gusto y la alegría con que lo hacía él, y por eso no olvides enviarme siquiera de vez en cuando, si te enteras de alguien que se dirige al extranjero. Yo ahora quisiera tener los anales rusos, editados por la Comisión Arqueológica7, -éstos, al parecer, ya son tres, si no cuatro tomos- y de Snieguirióv La descripción de las fiestas y las diversiones rusas, agregándole su libro Los rusos en sus refranes8. Quien los tome, si no los trae hasta Nápoles, pues se los puede dejar en Francfort a Zhukóvskii. Por esos libros le rogué hace poco a Yazíkov en una pequeña esquela9, incluida en una carta a ti, sin saber que él ya estaba muerto en el instante que yo le escribía.
1Nikolai Yazíkov, poeta, miembro del círculo pushkiniano, amigo cercano de Antón Delvig y Nikolai Gógol, entre otros escritores.
2Zinaída Volkónskaya (Bielosiélskaya-Bieloziérskaya de nacimiento), princesa, escritora, dueña de un salón literario-musical.
3Mijaíl Pogódin, profesor de la Universidad de Moscú, académico, historiador, dramaturgo, editor de las revistas El Heraldo de Moscú y El Moscovita.
4Curso sobre Historia de la literatura rusa.
5Stepán Sheviriév y Vissarión Bielínskii mantienen una polémica constante que comienza en 1836, con el artículo de Bielínskii Sobre la crítica y los juicios literarios de El Observador moscovita, y se agudiza a principios de 1840.
6Piótr Pletnióv, escritor, crítico, profesor del Instituto Patriótico, editor de la revista El contemporáneo, rector de la Universidad de San Petersburgo.
7En 1841-1846, la Comisión Arqueológica de Petersburgo edita Los anales rusos en tres tomos.
8Se trata de los libros de Iván Snieguirióv Las fiestas populares y los rituales supersticiosos rusos (M., 1837-1839) y Los rusos en sus refranes. Examen e investigación de los refranes y proverbios nacionales (M., 1831-1834).
9Carta de Gógol a Nikolai Yazíkov del 8 (20) de enero de 1847.
Imagen: John Michael Groves, The straits of Hormuz, XX.