jueves, 7 de agosto de 2008

Gógol a V.A. Zhukóvskii


Nápoles, 29 de diciembre de 1847 (10 de enero de 1848).

¡Soy culpable ante ti, alma mía! Cada día me dispongo a escribirte, pero un desgano inconcebible me detiene. ¡Ante mí tengo de nuevo Nápoles, el Vesubio y el mar! Los días se van en ocupaciones, el tiempo vuela así, que no sabes dónde hallar una hora libre. Aprendo, como un escolar, todo lo que desdeñé aprender en la escuela. ¡Pero para qué contar sobre esto! Quisiera hablar de eso, de lo que sólo contigo puedo hablar: de nuestro querido arte, para el que vivo y para el que aprendo ahora, como un escolar. Ya que ahora me espera un viaje a Jerusalén, pues quiero confesarme contigo, ¿con quién pues, sino contigo? Pues la literatura ocupó casi toda mi vida, y mis pecados principales están ahí1. Ya pronto hará veinte años desde que yo, un joven que apenas entraba a la sociedad, fui a verte por primera vez a ti, que ya habías recorrido la mitad del camino en esa palestra. Fue en el palacio Shepeliévskii. Esa habitación ya no existe. Pero yo la veo como entonces, toda, hasta los muebles y las cosas más mínimas. ¡Tú me tendiste tu mano, y así te llenaste del deseo de ayudar al futuro compañero de viaje! ¡Cuán amable y benévola era tu mirada!.. ¿Qué nos juntó, diferentes por la edad? El arte. Sentimos la afinidad, una afinidad más fuerte que la común. ¿Por qué? Porque ambos sentimos lo sagrado del arte.
No es mi asunto resolver en qué grado soy poeta, sólo sé que, antes de entender el significado y el objetivo del arte, yo ya sentía con toda la intuición de mi alma, que éste debía ser sagrado. Y acaso ya desde el momento de ese primer encuentro nuestro, éste se convirtió en lo principal y primario de mi vida, y todo lo demás en secundario. Me parecía que ya no debía atarme con ningún otro lazo en la tierra, ni con la vida familiar ni con la vida de deberes del ciudadano, y que la palestra literaria era también un servicio. Aún no me daba cuenta (¿y acaso podía darme cuenta entonces?) de qué debía ser el tema de mi pluma, y ya la fuerza creativa se agitaba, y las circunstancias personales de mi vida me empujaban hacia los temas. Todo sucedía como que de un modo independiente de mi personal (libre) albedrío. Nunca pensé, por ejemplo, que debería ser un escritor satírico y hacer reír a mis lectores. Es verdad que ya, estando en la escuela, sentía por momentos una propensión al júbilo, y cansaba a mis compañeros con bromas fuera de lugar. Pero eso eran recaídas temporales pues, en general, yo era más bien de carácter melancólico e inclinado a la meditación. Posteriormente, se unió a eso la enfermedad y la melancolía. Y esas mismas enfermedad y melancolía fueron la causa de ese júbilo, que aparecía en mis primeras obras: para distraerme a mí mismo, inventaba héroes sin planes ni objetivos futuros, los ponía en situaciones ridículas, ¡ese es el origen de mis relatos! La pasión de observar al hombre, que alimentaba ya desde la niñez, les otorgaba cierta naturalidad, incluso los empezaron a llamar copias fieles de la naturaleza. Aun otra circunstancia: mi risa, al principio, era bondadosa; yo no pensaba en absoluto en ridiculizar algo con algún objetivo, y me admiró hasta tal grado cuando oí que se ofendían e, incluso, se enojaban conmigo por completo los estamentos y las clases de la sociedad, que finalmente reflexioné. "Si la fuerza de la risa es tan grande que se teme, entonces no se debe gastar en lo baladí". Decidí reunir todo lo malo que conocía, y reírme de eso de una vez, ¡ese es el origen de El inspector! Esa fue mi primera obra, pensada con el objetivo de ejercer una influencia benéfica en la sociedad, lo que por lo demás no se dio: en la comedia empezaron a ver el deseo de ridiculizar el orden de cosas legal y las formas de gobierno, mientras que yo tenía la intención de ridiculizar sólo la desviación arbitraria de ciertas personas del orden formal y legal. La presentación de El inspector me produjo una impresión penosa. Yo estaba enojado también con los espectadores que no me entendían, y conmigo mismo, siendo el culpable de que no me entendieran. Quería huir de todo. Mi alma demandaba la soledad y la reflexión de mi severísimo asunto. Ya hacía mucho tiempo que me ocupaba la idea de una obra grande, donde apareciera todo lo que hay de malo y de bueno en el hombre ruso, y nos descubriera con más claridad la propiedad de nuestra naturaleza rusa. Yo veía y abarcaba por separado muchas partes, pero el plan general no se aclaraba ni definía de ningún modo ante mí con tal fuerza, para que ya lo pudiera acometer y empezar a escribir. A cada paso sentía que me faltaban muchas cosas, que no sabía aún ni enlazar ni desenlazar los hechos, y que necesitaba aprender la estructura de las grandes creaciones de los grandes maestros. Yo los acometí, empezando por nuestro amado Homero. Ya me parecía que empezaba a entender algo y adquirir, incluso, sus métodos y artificios, pero la capacidad de crear aún no regresaba. Por la tensión me dolía la cabeza. Con grandes esfuerzos logré sacar a la luz, de algún modo, la primera parte de Las almas muertas, como para ver con ésta cuán lejos aun estaba yo de lo que aspiraba. Después de eso, caí de nuevo en un estado no bendito. La pluma se roía, los nervios y las fuerzas se me irritaban, y no salía nada. Pensaba que ya la capacidad de escribir, simplemente, se me había quitado. Y de pronto, las enfermedades y los estados espirituales penosos, que me alejaban de golpe de todo e, incluso, de la propia idea del arte, me remitieron a lo que, antes de hacerme escritor, ya me daba gusto: a la observación del interior del hombre y del alma humana. ¡Oh, cuán profundo se te revela ese conocimiento, cuando empiezas la labor por tu propia alma! Por ese mismo camino, te encuentras de modo inevitable más cerca de aquél2, único hasta ahora entre todos los que fueron en la tierra, que mostró en sí mismo un conocimiento pleno del alma humana, y si incluso su divinidad fuera negada por el mundo, pues esta última propiedad no tendría fuerzas para negarla, acaso, sólo en el caso de que éste se volviera ya no ciego, sino simplemente estúpido. Con este giro en redondo, que se produjo no por mi voluntad, fui llevado a mirar el alma en general de modo más profundo, y a conocer que existen aun grados y fenómenos superiores. Desde ese entonces, mi capacidad de crear empezó a despertarse, las imágenes vivas empezaron a salir de las tinieblas claramente; sentía que el trabajo saldría, que incluso el lenguaje sería correcto y sonoro, y que la palabra se fortalecería. Y acaso, un futuro maestro de literatura de distrito leerá a sus alumnos una página de mi futura prosa, inmediatamente después de una tuya, profiriendo: "Ambos escritores escribían correcto, aunque no se parecen el uno al otro". La publicación del libro La correspondencia con los amigos, con el que (por el júbilo de soltar la pluma) me apresuré tanto, sin pensar que antes de traer algún provecho podía sacar de quicio a muchos con éste, me vino de provecho a mí mismo. Con ese libro vi dónde y en qué pasé a ese exceso, en el que cae casi todo hombre que va adelante, en la época del actual estado de transición de la sociedad. A pesar de la parcialidad de los juicios sobre ese libro y de la divergencia de opiniones, se oyó como resultado una voz general que me señaló mi lugar y unos límites que yo, como escritor, no debía traspasar. En realidad, no es mi asunto aleccionar con la prédica. El arte, sin eso, es ya una lección. Mi asunto es hablar con imágenes vivas, y no con razonamientos. Yo debo mostrar el rostro de la vida, y no disertar sobre la vida. La verdad es evidente. Pero la pregunta: ¿podría yo acaso, sin ese largo rodeo, hacerme un digno productor de arte? ¿Podría yo acaso mostrar la vida en su profundidad, así que fuera una lección? ¿Cómo representar a los hombres, si no supiste antes qué es el alma humana? Un escritor, si sólo está dotado de la fuerza creativa para crear sus propias imágenes, ¡que se eduque antes como hombre y ciudadano de su tierra, y que tome la pluma después! De otra forma, todo será errado. ¿Qué provecho hay en atacar lo ignominioso y pecaminoso, poniéndolo a la vista de todos, si no tienes claro para ti mismo el opuesto ideal del hombre perfecto? ¿Cómo exponer los defectos y la indignidad humana, si no te hiciste a ti mismo la pregunta: en qué estriba la dignidad del hombre, y no te diste sobre eso una respuesta mínimamente satisfactoria? ¿Cómo ridiculizar las excepciones, si aún no conociste bien las reglas de las que pones a la vista las excepciones? Eso sería entonces destruir la casa vieja, antes de tener la posibilidad de construir una nueva en su lugar. Pero el arte no es destrucción. El arte guarda semillas de creación, no de destrucción. Eso se sintió siempre, incluso en los tiempos cuando todo era ignorancia. Bajo los sonidos de la lira de Orfeo se construían ciudades. A pesar del concepto aún impuro, que la sociedad tiene hasta ahora del arte, todos no obstante dicen: "El arte es la reconciliación con la vida". Eso es verdad. Una verdadera obra de arte contiene en sí algo apaciguador y reconciliador. Durante la lectura, el alma se llena de un acuerdo armónico, y después de la lectura está satisfecha: no se quiere nada, no se desea nada, no surge en el corazón el impulso indignado contra el hermano, sino más bien fluye por éste un bálsamo de amor que le perdona todo al hermano. Y en general, no te inclinas a la reprensión de la acción del otro, sino a la contemplación de sí mismo. Si la creación de un poeta no contiene en sí esa propiedad, pues ésta es sólo un arrebato noble, ardiente, un fruto del estado temporal del autor. Quedará como un fenómeno destacado, pero no se llamará una obra de arte. ¡En efecto! ¡El arte es la reconciliación con la vida!
El arte es inculcar en el alma la armonía y el orden, no la turbación y la alteración. El arte debe representar a los hombres de nuestra tierra de modo tal, que cada uno sienta que son hombres vivos, creados y tomados del mismo cuerpo del que venimos. El arte debe ponernos a la vista todas nuestras valerosas cualidades y propiedades populares, sin excluir incluso esas que, al no tener espacio para desarrollarse con libertad, no por todos son advertidas y apreciadas tan justamente, para que cada uno las sienta en sí mismo, y se encienda en el deseo de desarrollar y resguardar en sí mismo eso, que ha abandonado y olvidado. El arte debe exponernos todas nuestras malas cualidades y propiedades populares de modo tal, que cada uno de nosotros busque sus huellas antes en sí mismo, y piense en cómo expulsar antes de sí mismo todo lo que oscurece la nobleza de nuestra naturaleza. ¡Sólo entonces y actuando de ese modo, el arte cumplirá su designio y aportará orden y armonía a la sociedad!
Así, bendiciendo y rezando, recurriremos con más fuerza que nunca antes a nuestro querido arte. En lo que respecta a mí pues, aplazado todo lo demás para un tiempo futuro (cuando Dios me conceda ser algo digno de eso), quiero dedicarme firmemente a Las almas muertas3. Viajaré a Jerusalén (lo que se me hace, incluso, vergonzoso no hacerlo), y agradeceré como pueda por todo lo sucedido. Rezaré, se fortalecerá mi alma y se recuperarán mis fuerzas, y a la obra con Dios. Mucho, mucho quisiera que Dios nos dispusiera vivir juntos de nuevo, en Moscú, cerca el uno del otro. Releer lo escrito y ser juez el uno del otro, será ahora más necesario que antes. Luego, te felicito con toda el alma por el año nuevo. Quiera Dios, que éste nos sea a ambos muy, muy fructífero, más fructífero que todos los anteriores. ¡Adiós, carnal mío! Te beso y abrazo fuertemente. Escríbeme. Tu carta me hallará aún en Nápoles. Antes de febrero no pienso marcharme.
Abrazo a toda tu querida familia junto a los Reitern.

Tuyo, G.

Si encuentras esta carta no sin virtudes, pues guárdala entonces. Se puede poner en la segunda edición de la Correspondencia, al inicio del libro, en lugar del Testamento que pienso excluir, y darle el título: El arte es la reconciliación con la vida.
Siempre te quiero preguntar y siempre lo olvido: ¿tienes acaso la traducción diacrónica latina de La Odisea, publicada hace poco en París junto al original? Una edición muy bonita. Todo Homero en un tomo, en octavo mayor. Editore Ambrosio Firmin Didot. Parisiis. 1846. Me pareció muy satisfactoria y más útil para ti que las demás.
Mi dirección: Nápoles, poste restante o, mejor aún, Hotel de Rome, y para que la carta no vaya a dar a la ciudad de Roma, hay que poner la palabra Nápoles más visible.

1Esta carta se acerca por su contenido a La confesión del autor.
2Se refiere a Jesucristo, lógicamente.
3El segundo tomo.

Imagen: Edward Moran, Ship At Sea Sunset, XIX.