lunes, 4 de agosto de 2008

Gógol a M.P. Pogódin


París, 20 de mayo (1 de junio) de 1847.

Recibí tus dos cartas de pronto1. Hay tanta tristeza en éstas que no se me levantó la pluma, incluso, para justificarme ante tus acusaciones con motivo de mi libro, llenas por lo demás de contradicciones. Amigo mío, por Cristo, consuélate, deja por un tiempo el libro y a mí, arroja de tu memoria lo uno y lo otro: eso despierta, como veo, todo un laberinto de ideas, suposiciones y conclusiones que no tienen fin, y además sobre unos temas, donde sólo puede decidir un profundo conocedor del corazón y el alma humana. Sólo Dios puede ser juez en ciertos asuntos, y nadie más. Tu estado de alma es nervioso-alarmado, como el de casi todos nosotros en el tiempo presente, y por eso todas las ofensas y aflicciones crecen a nuestros ojos, y parecen mayores que en la realidad. Amigo mío, créeme que me son bastante sensibles tus sufrimientos, sobre todo cuando pienso que yo mismo soy la causa de muchos. Tus sufrimientos me son bastante entendibles, porque yo mismo sufrí por entero, y el sufrido entiende al sufrido. Pero todo el mundo sufre. Todas las personas que encontré y conocí de cerca, todas sufren, incluso esas mismas, por cuya apariencia menos se puede concluir que sean desdichadas, así que yo no puedo ni decidir, incluso, de quién son los sufrimientos más fuertes. Me parece que el sufrimiento más penoso de todos los sufrimientos, proviene de los malentendidos recíprocos, y esos sufrimientos se han hecho ahora resueltamente abundantes. Sólo oyes por todas partes cómo se separan los amigos, cómo los hombres, creados para amarse los unos a los otros, se separan los unos de los otros de modo irreversible. Sólo oyes ahora cómo un hombre grita con pesar: "¡No me entienden!" ¡Oh!, cuán terrible es ahora emitir un juicio sobre cualquier hombre, sin descender a lo más hondo de su alma. Por Dios, consuélate y recuerda que entre nosotros hay un Cristo que nos consuela a todos, que hay un arca en medio de la vacilación general -la santa iglesia, donde podemos refugiarnos a cada instante. Tú estás en Moscú, donde las puertas de la iglesia están abiertas día y noche, donde hay misa varias veces al día y consueta cada tarde, donde hay, finalmente, padres a quienes confesarse de alma. Tú dices en tu carta que te cortan, muelen y pegan por mis imprudentes palabras sobre ti. Mira bien, si acaso no te parece eso algo exagerado. Cuán injusto sea yo ante ti, yo sólo hablé de tu negligencia y precipitación. Yo no negué tus virtudes, sólo no las recordé, porque no se trataba de ti. Por Dios, consuélate: no quería pedirte disculpas ni justificarme contigo por mi proceder, porque preparaba un artículo sobre tu palestra literaria2 donde, sin ocultar ninguno de tus defectos, sólo intentaba enumerar y nombrar tus virtudes, ante las que, gracias a Dios, pueden palidecer tus defectos. Yo y antes pensaba en un artículo así, pero no sabía de qué forma hablar, para que no me reprocharan compañerismo y vínculos contigo. Ahora, eso se puede hacer así, que le dé vergüenza a esas personas que, obviando las elevadas virtudes de un hombre, se apresuran a reírse de sus defectos. Así que, por Dios, consuélate en ese sentido. Créeme, que no es tan penoso oír cuando condenan nuestro trabajo y lo juzgan, como oír cuando juzgan nuestra alma y emiten tal juicio sobre ella, que te tiemblan todas las entrañas. Acaso, -piensas tú- es fácil oír de personas allegadas, hermosas de alma, incluso, acaso santas, acusaciones y pruebas del por qué de la deshonra en la tierra, y del tormento eterno en la vida futura: eso es más penoso aun que el desprecio de las personas despreciables. No digo esto para recordar algo de mí. (Sobre mí temo ahora pronunciar una palabra, porque en cada palabra mía cavan y buscan cada significado, que empiezo a sudar frío.) Pero, con esto te digo que no olvides ni por un instante que nunca antes, como en el tiempo presente, tal cantidad de personas sufrió tanto por los malentendidos. Esa es la situación general de transición, a la que se subordina ahora todo lo que está adelante, y lo que es la sociedad de la humanidad moderna fortalece aun más esos malentendidos. Todo esto es, acaso, para que el hombre no se atreva a confiar demasiado en nadie, y sienta con más fuerza que sólo Cristo es su amigo en los instantes de desdicha. Seamos pues, en este caso, obedientes a esa voz, y vamos a dirigirnos más a menudo al propio Cristo ante una mínima aflicción nuestra. El acceso a él es tan fácil: las puertas de la iglesia están abiertas, basta entrar, poner las manos en cruz con humildad y escuchar las primeras palabras que diga el servidor de Cristo: todas vendrán a propósito. Bueno, adiós. Escríbeme en los instantes pesarosos y enfermizos, y acaso me conocerás, porque sólo en esos instantes el hombre conoce al hombre. Un conocimiento del hombre adquirido por otros caminos, será más supuesto que verdadero e indudable. Dirige a Francfort o a nombre de la embajada, o a poste restante. Sobre lo demás después.

Tuyo, G.

1Del 8 y 10 de abril de 1847.
2Gógol piensa escribir (para una supuesta segunda edición de Los Pasajes selectos...) el artículo Sobre el mérito de las obras y los trabajos literarios de Pogódin, donde intentaría hablar de Mijaíl Pogódin en términos menos severos.

Imagen: Pierre Renoir, Pont des Arts, París, 1868.