miércoles, 27 de agosto de 2008

Gógol a M.P. Pogódin


Francfort, 26 de junio (8 de julio) de 1847.

Amigo mío, tus reproches son crueles. ¿Por qué no me llega ni una carta, en la que no me reproches por ciertos amigos ilustres? “Tú complaces sólo a los ilustres", "te son preciados sólo los ilustres." ¡Debería darte vergüenza! Aquí tienes toda la verdad de mis conocidos, sobre los que juzgas de oídas, sin saber nada de seguro: yo, exactamente, hice muchos conocidos en los últimos cuatro años, pero en su mayor parte eran personas inteligentes y personas prácticas de todo tipo, que me podían dar algunos informes sobre lo que sucede dentro de Rusia, unos informes que reúno ávidamente hace ya cuatro años. De los otros, conocí a muy pocos, y eso no, en absoluto, porque fueran ilustres, sino porque encontré en ellos un alma buena, amorosa. Y cosa extraña, no en las horas de júbilo, sino en los instantes de penosos sufrimientos espirituales, me tocaba coincidir con las personas. Sabe Dios, si tú y yo hubiéramos coincidido en un momento así, y además ahora y no antes, acaso no habría ningún malentendido entre nosotros, y te sería entendible todo eso que ahora te perturba. En todo caso, recuerda que tú puedes equivocarte más en tus ideas y conclusiones sobre mí, que yo sobre ti. Tú siempre fuiste abierto conmigo, y yo fui cerrado contigo. Tú casi siempre estuviste dedicado a las ciencias, y distraído con una cantidad de ocupaciones diversas sobre objetos distintos; para mí pues, el objeto fue siempre el hombre y el alma del hombre. Y ahora más que nunca antes, eso se hizo mi objeto. Además, no olvides que entre nosotros ocurrió una cosa, que nos puso en una relación falsa1. Yo te recordaré todas las circunstancias, porque eres algo olvidadizo. Antes de mi llegada a Moscú, yo le escribí aun desde Roma a Serguéi Timoféevich Aksákov2, que me hallaba en tal situación de mi estado espiritual, durante la que no escribiría en mucho tiempo, que me era resueltamente imposible escribir, que no podía explicar nada de eso, y rogaba que me creyeran de palabra; le rogaba que te lo explicara, para que tú no me exigieras nada para la revista, que yo mismo te lo iba a rogar con lágrimas y de rodillas. Al llegar a Moscú, me alojé en tu casa con temor, como presintiendo que habría un disgusto entre nosotros. El mismo primer día te repetí ese mismo ruego3. Yo no supe decirte nada, ni tuve fuerzas para explicarte nada. Sólo te dije, que dentro de mí había ocurrido algo peculiar, que había producido un viraje significativo en mi labor artística, que podría surgir de eso una obra mía bastante significativa. Te dije que sería tan significativa, que tú mismo llorarías con ésta, como llorarían muchos en Rusia, además de que aparecería en un momento incomparablemente penoso, y sería un remedio para la pena. Yo no supe decirte nada más. Sólo sé que: te rogué con lágrimas, en nombre de Dios, creer en mis palabras. Tú te conmoviste entonces y me dijiste: "Creo". Te rogué de nuevo no exigirme nada para la revista. Me diste tu palabra. Al tercer, al cuarto día te pusiste a cavilar. Empezaste a soñar con los diablos. De mis débiles y confusas palabras, empezaste a extraer ciertos significados peculiares. Yo lamentaba en silencio, pero no decía nada, signo de que no podía explicar nada, y sólo me difamaría a mí mismo. Pero cuando tú, dos semanas después de eso, me anunciaste que debía darte un artículo para la revista, como si no hubiera ocurrido nada entre nosotros, eso me asombró y, al mismo tiempo, me afligió bastante. Y cuando tú después, pasadas unas tres semanas, me lo recordaste de nuevo, diciendo que yo debía darte un artículo porque, fuera como fuera, yo vivía en tu casa, y tus parientes te preguntaban sobre que yo pues, en realidad, vivía en tu casa, y no colaboraba contigo en tu revista. Ese recordatorio me pareció tan bajo, innoble y no delicado. (Perdóname. Eso fue hace ya mucho tiempo. Yo mismo me asombro de mi delicadeza. Yo esa vez perdí de vista que a ti, a veces, se te escapan las palabras ásperas sin intención.) Me pareció tan bajo que le recordaras a la persona que vivía contigo, que debía estarte agradecida por eso. Me pareció tan innoble que, tras dar tu palabra de honor, te retractaras de ésta. Me pareció tan indigno de un alma elevada, no creer en las lágrimas de una persona que te rogaba o, peor aun, decir: "creo", y dudar. En una palabra, eso me resultó tan pusilánime e innoble, que empecé a despreciarte. (Amigo mío, perdóname, ese sentimiento pasó hace mucho tiempo.) Yo no intentaba ocultarte mi desprecio. Al contrario, te lo mostraba en cada ocasión casi de un modo palpable. Al no entender de qué fuente procedía, tú lo tomabas simplemente por orgullo y, al encontrar una expresión colérica en mi rostro en todas, incluso en las mínimas ocasiones, concluiste que se había alojado en mí el mismo demonio del orgullo en toda su imagen satánica, y pensaste que eso era ya mi naturaleza, que yo seguramente me conducía así con todos, cuando te confieso en verdad, que yo nunca traté a nadie en el mundo tan mal como a ti. Me da vergüenza cuando recuerdo sólo algunos de mis actos. Yo estaba enojado contigo, incluso, porque me habías hecho enojar, porque ya empezaba a pensar de mí, que a cualquier persona le era difícil hacerme enojar. Desde entonces, todo marchó al revés entre nosotros. Al ver cómo te equivocabas conmigo y te extraviabas en suposiciones, me decía: "¡Pues equivócate cuanto sea!" Y ya para tu mal, empecé a hacer otra cosa impropia por completo de mí, no de mi naturaleza, con el deseo de fastidiarte. Amigo mío, por todo eso pagué‚ y pagué bastante. Dos años enteros me atormentó después el deseo de justificarme contigo. Dos años enteros estuve sin fuerzas para hacer casi nada: así me ocupaba el deseo de hacerte mi pura confesión de corazón. Yo tomaba la pluma, y cada vez desfallecía sobre ésta. Escribía hojas enteras, y veía que todo eso no era suficiente para darte una idea exacta del asunto. Veía que era necesario levantar para eso todo, lo que no se avenía a mis más secretos y guardados pensamientos; veía que era necesario levantar para eso las mismas Almas muertas... En una palabra, era una labor terrible. Yo no tenía fuerzas para dedicarme a nada más que eso, sólo a eso, y cada vez agotado, perdidas las fuerzas, viendo que las explicaciones no tenían fin, porque para explicar una cuerda había que levantar otra, cada vez me daba la palabra de dejarlo y no explicarme. Y cada vez me atraía de nuevo, con una fuerza irresistible, explicarme contigo. Yo escribía y rompía entonces lo escrito. Era, simplemente, las penas de Tántalo, y terminé con una terrible depresión nerviosa. Pero aparte de todo esto. Yo ahora traje esto a colación no para justificarme, sino sólo para que te convenzas por ti mismo, de que tu visión de mí no puede ser acertada. Y por eso, tus observaciones sobre mí, respecto a mi carácter, serán más erradas, que tus observaciones sobre cualquier otra persona. Dejemos todo ahora. Yo te pido perdón con franqueza, por todo lo que te afligí. Te pido perdón asimismo, por mi importuno juicio publicado sobre ti, que tanto te afligió sin ningún deseo de mi parte de afligirte. Ese juicio fue escrito en un momento, cuando yo me educaba con reproches, exigía indicaciones y reproches para mí de todas partes y, asimismo, repartía a todos indicaciones y reproches. Se me fue de la cabeza, que lo permitido en las cartas entre sí, no se puede sacar a la luz ante el público, por lo menos, no sin explicar con claridad en qué sentido se debe tomar y entender. Te pido perdón una vez más, y me refiero a un punto muy importante de tu carta. Tú te dispones a casarte. Me parece que eso lo necesitas en todos los sentidos. Pero no olvides que es difícil encontrar otra Liza. Me parece que, por tu parte, sería más juicioso casarte con una alemana, en lugar de con una rusa4. En todo caso, elige una que sea, en cuanto sea posible, de sangre fría y carácter sosegado, cuyas cuerdas sensibles del corazón y los nervios estén adormecidas, o no funcionen en absoluto. No olvides, de ningún modo, que tú puedes ofender fuertemente, sin pensar en ofender en absoluto, y golpear de modo errado en lugares tan sensibles, cuyo dolor no podrás calmar después de ningún modo. Elige una que ya tenga formado el carácter, y no tengas que educar tú mismo porque, como tú mismo sabes, no tienes la sangre fría ni la paciencia que necesita un educador. Aquí considero apropiado decirte que contigo se enojaron, en particular, no por la grosería y aspereza de tus reproches (reproches más ásperos se aguantan), sino porque éstos solían ser errados, lo que enoja aun más. Tú no tuviste suficiente indulgencia hacia la naturaleza de la persona, con quien tenías el asunto. ¡Extraño asunto! No se puede decir que no conozcas a las personas. En general, entiendes lo que es una persona. Tú reconoces, incluso, que cada una tiene sus peculiaridades, que se deben tomar en consideración. Pero cada vez que tenías algún asunto con alguna persona, de pronto se te iba todo de la cabeza, y te imaginabas que tenías ante ti otro Pogódin, como tú, y que podías exigirle lo mismo que a ti mismo. De ahí salen todas esas historias, que te ocasionaron en la vida tantos disgustos de todo tipo. Todo esto, en particular, tómalo ahora en consideración, y ruégale asimismo no perder de vista este punto a esos, que te van a buscar una novia. Y que Dios disponga lo mejor para este asunto; de mí pues, por ahora, recibe el más franco deseo y de todo corazón: que no sientas en la segunda esposa ninguna diferencia con la anterior, y te parezca toda tu vida como que abrazas en ella a tu primera esposa.
Al final de tu carta, dándome una pequeña lección, como era debido, dices: "Hay que amar, amar y amar", y tras eso, con el sentimiento de un hombre afligido, te indignas con Stróganov por su poco atractiva y maligna mordacidad. ¿Qué decir sobre eso? "¡Hay que amar a Stróganov también!" Por ellos es, precisamente, por quien hay que empezar, por los que nos afligen, si no , ¿cuándo pues vamos a aprender a amar? Sólo vamos a repetir que se debe amar, y nada más. Yo no entendí en qué sentido y para qué, propiamente, se deben adjudicar tus últimas palabras, con las que concluiste tu carta de un modo inesperado por completo, sin ninguna relación con el objeto anterior, entiendo, al siguiente consejo dirigido a mí: "Renuncia a tu mente, ésta te lleva sabe Dios a dónde". Si eso se refiere a mis dos cartas a ti, pues yo las escribí como las escribí, sin ninguna intención; perdóname si te ofendí con algo; yo al escribirte pensaba, precisamente, en cómo no ofenderte, reconociendo que ya sin eso te había ofendido bastante. Si tú recordabas mi libro de nuevo y las adjudicabas a éste, pues por éste se ve mejor aun que yo renuncié a mi mente. Mi mente no era tonta. Mi mente me aconsejaba bien. Me aconsejaba hacer mi obra sin turbarme con nada, sin entrar en explicaciones con nadie, sin dar nada a la luz hasta no alcanzar ese estado, cuando tus propias líneas son dignas de la prensa y no inducen a error a nadie. Mi mente me aconsejaba ser reservado, resistir todo y soportar todo, y no responder a nadie ninguna pregunta, quien quiera que preguntase qué haces tú ahora. Yo no obedecí a mi mente, y el fruto de esa desobediencia es mi libro actual. Pero, por lo demás, ¿qué estoy diciendo? Como si nos halláramos en condiciones de disponer de nosotros mismos. Como si a todos no nos dirigiera una fuerza superior. Como si ésta no hubiera permitido que apareciera mi libro. ¿De qué soy culpable, de darlo a la luz? Éste fue mi necesidad espiritual. En éste está mi desahogo. ¿Acaso sería mejor entonces, si todos esos defectos míos, que tanto asombraron a todos que ya, sin dudas, empezaban a hablar de mi pacto con el diablo, se quedaran ocultos en mí?, ¿qué pues ganaría yo con eso? No, no seguir a la mente es malo también. Es mejor rezarle a Dios, pero trabajar con todas tus capacidades y fuerzas. Dios no abandona en el camino del extravío, a quien le reza y quiere trabajar con todas sus fuerzas para Él‚ aunque lo obligue con malicia a rodar un poco por la vereda. Dios lo trae al camino de nuevo. Eso es imposible: Dios nunca abandonará al que reza. Y a ti te diré, que no se puede dar unos consejos cuyo sentido es tan amplio, que no sabes cuál lado de éste referir al asunto. "¡Renuncia a tu mente!" Otro, que no estuviera bien parado en su lugar, empezaría a pensar sobre esa cuestión, y después se volvería loco de verdad. Diría, ¿qué hay, propiamente, en mi mente?, ¿y dónde, exactamente, la tengo? ¿en qué? Hay que señalarme todo eso. Aquí, por ejemplo, habló por mí el alma, y a otro le parece que habló la mente. Aquí habló en mí, acaso, la mente, y a otro le parece que habló el alma. No, guárdeme Dios de tales consejos, que pueden desviar y confundir con su ambigüedad. Por mí, que el hombre vaya por el camino que quiera, y que sólo no se olvide de rezar, y si algunas fuerzas y capacidades quieren salir a la luz por él, eso significa que en él las hay de verdad. Pero si él mismo no maduró lo suficiente, éstas aparecerán al principio de una forma exagerada, turbia, después poco a poco empezarán a verterse con más claridad y, finalmente, tomarán una forma legítima y entrarán en sus límites. Pero, ¿por qué y para qué escribo yo todo esto? Acaso, te parezcan de nuevo algunos artificios de mi mente. Veo que no debo escribir sobre nada, y debo renunciar incluso a las cartas, ahí asimismo puedo decir palabras banales. ¿Y para qué una carta que puede turbar? Si esta carta te afligió con algo, pues perdóname, porque debemos perdonarnos los unos a los otros a cada paso. En lo que respecta a mi mente, pues renuncié no sólo a ésta, sino incluso a muchas cosas. Aún unos dos meses antes de eso, ardía en el deseo intenso de ver la patria, ahora éste disminuyó, como todo lo demás. Acaso se fatigó mi espíritu con este torbellino de malentendidos y guerras, ocurridas por eso entre los amigos, pero mi corazón me pide sosiego, y no pienso en otra cosa que en eso, que en llegar de algún modo a Jerusalén5. Después, que Dios te ampare.

Tuyo, G.

Por favor, envía la carta adjunta a ésta a Inokéntii6, a quien estoy muy agradecido por su franqueza y bondad en conjunto.
Sobre Shafarik: ricachón, en Francfort, no me tocó ver a ninguno. No obstante, le rogué a una persona. Me han prometido enviar algo. Le diré a Shafarik que te haga saber, si recibió algún endoso. Si no, le enviaré algo por mi parte.

1Gógol se refiere a sus relaciones con Mijaíl Pogódin durante su estancia en Moscú de 1841 a 1842.
2El 1 (13) de marzo de 1841.
3En la copia de la carta que conserva Mijaíl Pogódin, esta frase lleva adjunta una observación hecha por él mismo, ya después de la muerte del escritor: "No puedo dejar este lugar sin una explicación: Gógol u olvidó, al escribir después de mucho tiempo, unos tres años o más después del suceso, o hubo algún malentendido. Me parece, por el contrario, que él se ofreció enseguida <…> “Roma”, y yo sólo le recordé después, lo que a él le pareció una exigencia. Puedo encontrar pruebas, pero ahora estoy ocupado con otros objetos en absoluto" (Acad., XIII, p. 517).
4Mijaíl Pogódin se casa por segunda vez con Sofía Ivánovna Bel (de nacimiento Seymonds), en abril de 1860.
5Gógol viaja a Jerusalén en 1848.
6Acad., XIII, No 186.

Imagen: Willem Koekkoek, Figures by a Canal in a Dutch Town, XIX.