Nápoles, 25 de noviembre (7 de diciembre) de 1847.
¿Qué tú pues, mi bueno, te callaste de nuevo? ¿Acaso te detuvo, simplemente, el no querer escribir, el no tener la necesidad de expresar tu verdadero estado de espíritu, o te ofendió alguna expresión de mi carta? Pero, ¿acaso es poco lo que guardan nuestras palabras? Nos ofendemos con éstas los unos a los otros, de modo continuo, incluso sin reparar en eso. ¿Para qué mirar las palabras? Vamos a escribirnos como antes, como nos prometimos, y vamos a perdonarnos de antemano toda ofensa. Me ocurrió ofender a muchos en mi vida. ¿Si no me perdonan los cercanos y los generosos, cómo pues entonces me perdonarán los lejanos y los pusilánimes? Mientras más tiempo pasa, más veo cuán mucho te ofendí; puedo decir, que sólo ahora siento la magnitud de esa ofensa, pero antes, en el instante cuando te infligí esa ofensa pública, yo no lo sentía en absoluto, incluso pensaba que procedía como me convenía. Extraño asunto, no obstante yo no siento, no obstante, ni vergüenza ni arrepentimiento. Yo sólo te quiero más ahora, precisamente, por que me siento sin razón ante ti, exactamente como si ahora quisiera querer sólo a esos, que son más generosos que yo. Acaso es la firme convicción de que no hay una cosa incorregible, y la esperanza orgullosa en las fuerzas que Dios me dará para corregir mis yerros pero, sea lo que sea, yo sólo miro con cierta desvergüenza a los ojos de todos los que ofendí, y entre ellos a ti. Pero es suficiente sobre esto. Por favor, escríbeme siquiera unas cuantas líneas sobre ti. Toma la pluma, incluso aunque no tengas disposición, ahora necesito mucho las cartas de los cercanos a mí. Recuerda que, si me pongo en camino, no las voy a recibir en largo tiempo. Escríbeme sin esperar mis respuestas, hasta el mismo mes de febrero. Escríbeme cada vez que quieras desahogar tu alma o te sea penoso. No te avergüences de tu pusilanimidad, confiésala también si ésta se apodera de ti. Se lo dirás a un hombre que sabe del asunto. No hay en el mundo, pienso, un hombre más pusilánime que yo, a pesar de que tengo realmente la capacidad de ser generoso. Pero es suficiente. Espero con impaciencia noticias tuyas. De mí sólo diré que hasta ahora, gracias a Dios, estoy saludable. Sucedieron muchas, muchas cosas, y eventos de todo tipo en mi mundo interior, y todo por gracia divina se convertirá en bien espiritual, y en objeto de creación precisamente artística, sólo si Dios me da fuerzas físicas para culminar eso, que ya maduró en mi alma y mi mente. Yo no dudo que en ti, asimismo, se produjo casi lo mismo, o por lo menos parecido. Yo mucho quisiera ahora ir a Rusia, pero mi espíritu pusilánime desfallece, ante la sola idea de esa travesía tan larga que me espera, y casi todo por ese mar que no tengo fuerzas para soportar, y por el que sufro terriblemente. No ir pues a Jerusalén se me hace casi vergonzoso. Si no tengo un deseo interior tan fuerte como antes pues, de todas formas, me conviene siquiera agradecer por todo lo ocurrido, porque ocurrieron muchas cosas que, pensaba, no ocurrirían sin Jerusalén: mi espíritu se renovó y recobré mis fuerzas... Bueno, adiós, hasta la próxima carta.
Tuyo, G.
Dirige a Nápoles, poste restante.
Imagen: Alberto Pasini, Outside The Mosque, XIX.