lunes, 30 de mayo de 2011

Gógol a A.M. Vielgórskaya


Moscú, primavera de 1850.

Me parecía necesario escribirle, siquiera, una parte de mi confesión1. Al ponerme a escribirla, rogaba a Dios sólo para decir en ésta la pura verdad. Escribía, corregía, manchaba, empezaba a escribir de nuevo, y vi que era necesario destruir lo escrito. ¿Acaso necesita usted, exactamente, mi confesión? Usted mirará, acaso con frialdad, lo que yace en mi propio corazón, o desde otro punto de vista, y entonces todo puede mostrarse en otro aspecto, y lo que fue escrito para explicar el asunto, puede sólo oscurecerlo. La confesión absolutamente sincera debe pertenecer a Dios. Le diré de esta confesión sólo esto: yo sufrí mucho desde que me separé de usted en Petersburgo. Me extenué todo de alma, y mi estado era tan penoso, tan penoso como no sé decirle. Éste era aun más penoso por que no tenía a quien explicarlo, no había a quien pedir consejo o interés. Al amigo más cercano no se lo podía confiar, por que aquí se mezclaban las relaciones con su familia; todo pues, lo que se relaciona con su casa, para mí es sagrado. Será pecado suyo si va a continuar enojada conmigo, por que yo la rodeé de las turbias nubes del malentendido. Ahí hubo algo maravilloso, y cómo sucedió eso, yo hasta ahora no sé explicarle. Pienso que todo sucedió por que, aún no nos conocimos lo suficiente el uno al otro, y muchas cosas muy importantes las miramos con ligereza, por lo menos con bastante más ligereza de la que convenía. Usted me hubiera conocido todo mejor, si nos hubiera sucedido vivir más tiempo en algún lugar juntos, no de fiesta sino por asunto. ¿Por qué, en realidad, no vive un poco en su pueblo de los alrededores de Moscú? Usted ya hace más de veinte años que no ha visto a sus campesinos. Como si eso fuera una fruslería: ellos nos alimentan, llamándonos sus propios bienhechores, ¡y nosotros nunca tenemos tiempo, incluso en veinte años, para echarles una mirada! Yo iría a verla asimismo. Nosotros juntos nos pondríamos, amistosamente, a administrar y a preocuparnos por ellos, y no por sí mismos. En verdad, eso sería bueno para la salud, y más divertido que la vida ordinaria y sin sentido de las casas de campo. Y si ante esto cada uno le rezara a Dios con más fuerza, para que lo ayudara a cumplir su deber, nosotros, ciertamente, todos estaríamos al poco tiempo en tales relaciones el uno con el otro, como en las que debemos estar. Entonces, a mí y a usted nos resultaría visible y claro, qué yo debo ser en relación con usted. Pues algo debo ser yo en relación con usted: Dios no en vano junta a las personas de modo tan maravilloso. Acaso, yo debo ser en relación con usted no otra cosa que un perro fiel, obligado a cuidar en algún rincón la propiedad de su señor. No se enoje pues; usted ve que nuestras relaciones, aunque se perturbaron por un tiempo con cierta perturbación efímera, con todo, no son tales para mirarme como a un hombre ajeno, de quien usted debe esconder incluso eso, que en los instantes de aflicción quisiera decir un corazón ofendido. Que Dios la guarde. Adiós. Abrace fuertemente a todos los suyos.
Todo suyo hasta la tumba.
N. Gógol.
Imagen: Михаил Сатаров, Старая Москва, XXI.