Moscú, 22 de marzo de 1847. Te escribo a 2 horas de nuestra medianoche de Resurrección. Espero que ya recibiste esas cartas mías, en las que te hablaba de tu libro, y el dinero, enviado en una de éstas por el libro. Te estoy muy agradecido por esa carta, en la que expresaste tus ideas sobre mi afición. Tú me reprochas por mi anterior no franqueza en cuanto a ti, y tú mismo te volviste franco respecto a mí, sólo en pago a mi franqueza. Pero por eso te estoy muy, muy agradecido. Tu observación es muy justa. Mi afición procede de la abundancia de sentimiento sobre la razón. Espero que la fuerza superior, abarcadora de todo, me ayude a vencer la ceguera del sentimiento, y ahora nada más le ruego a Dios respecto a mí, que calme mi sentimiento y aclare mi pensamiento. El efecto de esa plegaria ya lo advertí en mí, y abrigo la esperanza de la corrección. En particular, lo experimenté en el transcurso de mis conferencias públicas, pero ahí hay otros obstáculos, el amor propio que me alimentan todos mis oyentes. Esa es la hidra contra la que se debe luchar de modo incesante. Le cortas una cabeza y le crecen cien. ¡Oh, qué difícil es! Simplemente, te gana la desolación. Ahí uno mismo, resueltamente, no puede hacer nada: aquí pues me pierdo por completo. Y además, no se puede: no está en la naturaleza del hombre actuar contra sí mismo, no está en nuestra naturaleza levantarse la mano. El suicidio es una locura. Ahí pues, sin la fuerza superior, no das un paso adelante. Si ésta no ayuda, nadie ayuda. La última observación tú también la necesitas. Tú eres menos pecador en eso que yo, porque tuviste más gloria que yo. Tú fuiste mimado por toda Rusia: te ensalzó la gloria, te alimentó el amor propio. Por eso en ti, éste debe ser más grande que en mí. Pero cada uno tiene su porción. En tu libro, éste se expresó de un modo colosal, a veces monstruoso. El amor propio nunca es tan monstruoso, como en unión con la fe. En el arte, en la ciencia, en cualquier asunto humano éste puede significar, e incluso dar fruto, pero en la fe es monstruoso. Pero a pesar de eso, ahí habrá provecho. Tú necesitabas expresarte. Tu libro emanó, de todas formas, de una fuente buena y limpia, y lo que emana de una fuente buena, pues seguramente conducirá al bien. Tu última carta me convenció aun más de eso. Tú ofendiste a Pogódin. El ofensor comúnmente no quiere al ofendido, pero tú ahora pues empiezas a quererlo. ¡En buena hora! Ahora, por supuesto, puedes serle útil. Pero, me parece, debes reconocer públicamente que lo ofendiste. Tú dices que olvidaste las palabras ofensivas, que había en tus cartas sobre Pogódin, porque estabas ocupado con algo más importante. ¡¿Y acaso se olvidan esas cosas, y qué puede ser más importante que eso?! Ahí mismo das una lección: ¡que no salga una palabra podrida de sus bocas!, y tú mismo, hablando de una persona allegada, dijiste una palabra que olvidaste. Decirle a un hombre, que trabajó 30 años como una hormiga en tonterías, y que ninguna persona le dio las gracias por eso, decir semejante calumnia, y aun olvidar que la dijiste, todo eso fue en balde. Tú no encontraste a ningún joven agradecido, bueno, ¿y qué hacer, si no lo encontraste? Pogódin es aun culpable porque publicó muchos materiales literarios, porque se alegraba con cada línea de un gran hombre
. ¿Cómo decidir sobre un gran hombre: cuál línea es preciada?, ¿cuál no? Si hay otra que disminuya la grandeza, no molesta. En un gran hombre todo es instructivo, y por eso no es una desgracia, si Pogódin publicó algo que a ti te parece una tontería, y que a otro no le parecerá. Pero es suficiente sobre esto. Le escribiste a Pogódin una carta tierna, amistosa. Ahora que lo quieres háblale de sus defectos, y tu palabra cálida, por supuesto, actuará mejor que las ásperas salidas de tus cartas y dedicatorias.
Aparecieron muchos artículos sobre tu libro. Los de Petersburgo casi no los leí, con excepción del artículo de Bielínskii en
El Contemporáneo. Él está furioso contigo por el libro, sólo eso. El pobre Bielínskii tiene una tuberculosis maligna. En Petersburgo todos te injuriaron, con excepción de Bulgárin, que se alegró con la ocasión de justificarse y dijo: “¡Ya ven!, pues yo decía la verdad, que las obras de Gógol no sirven para nada. Y él mismo lo dice también
”. Aquí salieron dos artículos. Uno en
La Hojita, de Grigóriev
, con simpatía por ti. El otro, el artículo más fuerte contra ti de todo lo publicado hasta ahora, el artículo de Pávlov
. Despertó la simpatía de muchos, y hablan mucho de éste. Todos los artículos moscovitas te los envío por correo. Acaso, te desafíen a una respuesta. Pávlov publica una serie de cartas y no deja hueso sano en todo tu libro. Acaso, yo también diga mi palabra cuando escuche a todos
.
La principal acusación justa contra ti es la siguiente: ¿por qué abandonaste el arte y renunciaste a todo lo anterior?, ¿por qué menospreciaste un don divino? En realidad pues, el talento te fue dado por Dios. Tú lo desarrollaste, tú no lo hundiste en la tierra. ¿Por qué pues menospreciar eso? Tú con ese menosprecio ofendes a Dios, ofendes a los hombres que te admiraron por ese talento, y lo valoraron. Como quieras, es una sugestión del orgullo personal, del orgullo espiritual, contra el que tú mismo hablas en las últimas páginas de tu libro. Regresa pues a tu labor artística de nuevo. Ofrécele a ésta tus fuerzas renovadas de nuevo. Tu talento cómico es aún tan necesario en nuestra Rusia, y es necesario, precisamente, contra ese enemigo con el que luchas. Por supuesto, antes jugabas con éste a veces. Pero esos juegos son entendibles en un poeta de nuestra época. En Homero, en
La Ilíada, los dioses siempre se comportan sumamente mal, injurian y pelean cuando los hombres se entregan a la maldad, la cólera, y se martirizan los unos a los otros. Los dioses griegos son los poetas o la poesía. Así, la poesía también se comporta mal, pelea e injuria cuando a los hombres les van mal los asuntos. Así es Aristófanes. Así eras tú. Tu poesía asimismo peleaba, injuriaba y jugaba como los dioses griegos, como Juno, Marte, Venus. Pero tú ahora podrías dirigir una comedia elevada, toda esa fuerza de la risa de que estás dotado, al mismo diablo. Una vez me ocurrió hablar con un ruso, un peregrino devoto que se disponía a Jerusalén y estuvo en casa. Lo llamaban Simeón Petróvich. Un viejecito colorado. Yo tengo escrita en mi libro toda su plática, pero hay en ésta, en particular, unas palabras que te pertenecen como cómico. Las copio de mi libro: “De modo muy irónico y siempre con burla hablaba del diablo, llamándolo imbécil: ‘Está en el hueco él mismo, imbécil, y quiere que otros se metan ahí. ¡Es un perfecto imbécil!” Esa es la idea de un cómico ruso y cristiano: el diablo es el primer imbécil del mundo y hay que reírse de él. Ríete, ríete del diablo: y con tu risa demostrarás que es irracional. Pues, en realidad, toda la estupidez de los hombres viene de él. Muéstrale pues a los hombres cómo los confunde, cómo los hace estúpidos, los rebaja, ¡cuánta grandeza les quita! ¡Pues esa es una reserva inagotable para un cómico ruso! Pues incluso no sólo Rusia, sino todo el mundo puede entrar en tu comedia. Tú me escribes que a través de la razón, a través del protestantismo más bien, llegaste a Cristo: así, si para ti la razón está en Cristo, pues la sinrazón y toda la estupidez deben estar en el asesino del hombre, en su enemigo. Así, persigue a tu enemigo implacable con tu risa maravillosa, y harás una obra buena para los hombres, a favor de la razón eterna, que está en Cristo. Cristo abrirá tu corazón con un amor, que te inspirará creaciones elevadas. Antes de escribirte, leí tu
Domingo de Resurrección de nuevo. En su nombre, -y ya éste retumba por Moscú-, te ruego: regresa al arte. No obligues a la gente en Rusia a decir, que la iglesia y la fe les quitan a sus artistas y poetas. Me apresuro a maitines. Te abrazo. ¡Cristo resucitó!
Tuyo, S. Sheviriév.
A tu madre le envié 2100 rub. asig. del dinero obtenido por la obra; y después le incluiré de
Las almas muertas, cuando se acumule. A tu hermana le envié la carta. Las prédicas de Inokéntii no las hay: toda la edición se agotó.
El día de fiesta recibí tu carta, que fue para mí un verdadero regalo. Ahí incluido también una carta para Malinóvskii
. Cumpliré, cumpliré tu deseo. Voy a escribirte más a menudo, y te enviaré un recuento detallado de todos los comentarios referentes a tu libro. Yo siento ahora una gran necesidad de escribirte. Cada carta tuya la incrementa aun más en mí.
En los
Pasajes selectos de la correspondencia con los amigos, Gógol escribe: “Nuestro amigo P.....n tiene la costumbre, tras extraer las líneas que encuentra por doquier de un conocido escritor, de publicarlas enseguida en su revista, sin sopesar bien si eso es para honra o deshonra de éste” (
Acad., VIII, p. 231).
El Contemporáneo, 1847, No. 2.
La abeja del norte, 1847, No. 8.
Apollón Grigóriev, poeta, crítico.
Nikolai Pávlov publica sus artículos en
Las noticias moscovitas (1847, No. 28, 38, 46) bajo el título
Cartas a Gógol, y ese mismo año en
El Contemporáneo (No. 5, 8).
Stepán Sheviriév publica su artículo dedicado a los
Pasajes selectos… en
El Moscovita, 1848, No. 1.
Con el artículo
El domingo de Resurrección concluyen los
Pasajes selectos de la correspondencia con los amigos. Gógol escribe una carta a Dmítrii Malinóvskii, un estudiante de la Universidad de Moscú, que responde a su llamada al lector en el prólogo a la segunda edición de
Las almas muertas (26 de febrero (10 de marzo) de 1847,
Acad., XIII, No. 133).
Imagen: Alexander Matrehin,
Winter Evening in The Borisoglebskiy Monastery, 2006.